sábado, 4 de septiembre de 2010

Empresas y empresuchas

Tras un siempre breve periodo estival donde reinó la inactividad bloguera en nuestra travesía hacia Ítaca me dispongo con fuerzas en apariencia renovadas a retomar mis humildes ensayos en este, como yo lo llamo, blog de autor. Y no podría emprender de nuevo mi odisea sin previamente agradecerte, querido lector, que durante alguno de estos sesenta y dos días de meses veraniegos hayas hojeado estas páginas virtuales e incluso haya caído como del cielo algún bienvenido comentario. Desde estas líneas mi más sincero agradecimiento y mis deseos de seguir contando contigo en mi tripulación.

Por motivos con los que no pretendo aburrir a mis lectores debo admitir que esa inactividad estival se reduce exclusivamente a mi vida virtual, no a la laboral ni a la personal. Y es que, por temas de lo más variopinto, me he visto en la obligación de tratar, contratar y trabajar con un amplio número de profesionales de un extenso abanico de actividades. Compras, servicios, obras, no ha faltado de nada en estos dos meses en mi domicilio, y el motivo de mi texto es expresar a los cuatro vientos mi tremenda insatisfacción con la mayoría de estos que inmerecidamente se hacen llamar profesionales.

Pero no sufran, no es mi intención provocar sus inequívocos bostezos a través de mis batallitas, heroicidades y canalladas con estos colectivos. Mi única intención es invitarles a reflexionar sobre la archiconocida y archimencionada pequeña empresa, o empresuchas, que aunque debieran ser sinónimos, espero se capte el tono despectivo de esta última denominación. Y antes de que pasen ustedes al siguiente párrafo confío en aclarar que siento profundo respeto por las cosas bien hechas y que cualquier generalización que haga en las postreras líneas no olvida a las escasas y valoradas ovejas blancas que de vez en cuando asoman la cabeza entre los inmensos rebaños de ovejas negras.

En ocasiones mi limitada mente no alcanza a comprender cómo, especialmente en estos tiempos de aguda crisis, los funambulitas comerciantes abandonan por completo esa crucial parte del vaivén empresarial que la adquisición y mantenimiento de la clientela. Actos infames y fácilmente evitables y enmendables hacen pensar que al sobrado gerente de la empresa no-se-qué le da de lado el rechazar un cliente. Ya son muchas las empresas y particulares a los que este verano he despachado definitivamente, y no sin motivo, pues a la mayoría de ellas las hubiera mandado a paseo solamente con una cuarta parte de las faenas que recibí de ellos.

Únicamente soy capaz de contemplar dos posibilidades para este extraño comportamiento. Una es el excesivo corto plazo con el que se trabaja actualmente. Si hoy, con esta chapuza, me ahorro diez euros, me la suda que mañana no vengas a mí a gastarte cien. Opinión esta muy práctica para poder irme de copas esta noche pero quizá el mes que viene no tenga para poner un plato en la mesa.

La otra posibilidad es que yo y mi rencor seamos un bicho raro en este extraño mundo y lo usual sea que la gente olvide con celeridad las putadas recibidas y recurra una y otra vez al mismo grupo de incompetentes que meses antes le produjeron aquel profundo disgusto. Bien se dice que el hombre es el único ser que tropieza dos veces en la misma piedra, mas creo que estos dichos populares quedan muy bien en ocasiones puntuales pero no deben ser la tónica general que rija nuestras vidas. Sin ir más lejos un servidor tiene vetados más de una veintena de centros comerciales de mi ciudad por notables insatisfacciones con ellos.

Para terminar paradójicamente esta entrada inaugural del nuevo curso mando un mensaje de apoyo y admiración a la pequeña empresa. Aunque no lo parezca, siempre me han gustado, siempre he preferido el pequeño local donde se puede tener un trato más personal y personalizado que las inmensas moles donde tienes desde patatas fritas hasta impresoras láser. Por eso espero y deseo que vivan, que sigan dando guerra, que no permitan que las megasuperficies comerciales acaben con ellos, pero que, por favor, nunca olviden que su principal arma contra ellas es y será el trato cortés, afable y comprensivo ante su selecta clientela.

viernes, 28 de mayo de 2010

Acrósticos

Nada hay en el mundo de la literatura que me fascine más que los enigmáticos
acrósticos. Ya saben, esas composiciones en las que con la inicial de cada línea puede
verse un mensaje oculto. Quizá recuerden cómo don Fernando de Rojas nos dejó
escrito en forma acróstica su identificación como autor de su Celestina. Me resulta una
genial manera de incluir en un texto palabras que nadie sea capaz de leer, salvo
aquellos cuya retorcida mente les haga indagar en ciertos rincones de la obra donde
nadie más alcanza a vislumbrar. También es frecuente encontrar estos elementos en
determinados filmes en los que la pobre víctima debe pedir ayuda sin que se percate el
opresor de turno. Eso sí, es encomiable la capacidad del tenso secuestrado para lograr,
cuando su vida peligra, encadenar precisas palabras para poder transmitir el
mensaje
oculto a su ansiado salvador. Cosas del cine, mas admito que cuando comienzo una
novela o cualquier otro texo tengo la inevitable costumbre, por si acaso, de empezar
ojeando las iniciales de cada renglón. Pero olvidando las fantasías del séptimo arte, no
deja de ser un curioso divertimento
la intromisión de estas sutilezas. Así, les animo a
intentar pensar una breve frase y la forma más elegante y literaria de camuflarla en un
sencillo texto. Yo, por mi parte, invito a mis fieles lectores a leer verticalmente esta
escueta entrada, al menos las iniciales de cada línea, y verán cómo les estoy
obsequiando con el nombre de este modesto blog.



PD: Confío en que el experimento haya sido un éxito, al menos mi computadora así lo refleja. En cualquier caso, si por temas de la configuración de su ordenador, las frases se cortaran en lugares diferentes a donde yo pretendía, les pido perdón por los valiosos minutos robados y ruego no me lo tengan en cuenta.

domingo, 23 de mayo de 2010

Vertiginosa ciencia

“Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad”, reza la divertida zarzuela La verbena de la paloma, y qué razón tenía. Y eso que estamos hablando de palabras escritas a finales del siglo diecinueve, es decir, hace más de cien años. Si tuviéramos que describir el avance de la ciencia a día de hoy nos faltaría vocablos para hacernos eco de la grandiosidad de dichas innovaciones. Y esto no cesa, seguro que nadie duda que dentro de un lustro nos dejarán con la boca abierta con asombrosas, impensables y espectaculares novedades. Nadie, como yo, nacido hace tres décadas pensó en su infancia que a través de un ordenador podría comunicarse con todo el planeta, o que podríamos hablar por teléfono con cualquiera sin estar apalancado al lado de nuestra toma de teléfono. Por no hablar de poder transportar discografías íntegras de nuestros ídolos musicales en envases de escasos centímetros, acostumbrados antaño a los engorrosos aunque entrañables vinilos.


¿Y cómo voy yo, hombre de ciencias donde los haya, a quejarme o a difamar acerca de estas maravillas de la tecnología? No vamos a negar que, como todo en esta vida, tienen su lado oscuro, su parte negativa cuando el uso que se hace de ellas no es el adecuado. En cualquier caso no es mi objetivo hoy entrar en el correcto o erróneo uso que se haga de estos avances. Mi queja va referida a la ausencia de inventos aún por inventar que se me antojan mucho más necesarios que muchos de los prescindibles aparatos actuales. Especialmente porque me cuesta creer que cabezas humanas tan fructíferas y prolíficas no orienten sus esfuerzos a causas más solidarias.


Dudo ser la única persona que esté convencida de que si se han podido crear máquinas tan extravagantes y asombrosas como las que vemos día sí, día también en la calle, se deberían haber fabricado, por ejemplo, medios de transporte con índices de contaminación nulos. Bien es verdad que cada cierto periodo de tiempo oímos hablar de coches eléctricos o que son capaces de llevarte de Valencia a Bilbao con medio litro de agua, pero la realidad es que tanto tu coche, amable lector, como el mío, no funcionan sin una generosa carga de combustibles siempre derivados del petróleo, y muy posiblemente los coches de tus hijos y los míos sigan el mismo mecanismo. También da que pensar que queden tantas importantes enfermedades sin que nadie haya logrado idear una vacuna efectiva ante ellas. Por no hablar de soluciones convincentes para los serios problemas que pueden tener personas con las más diversas discapacidades.


La respuesta a estas innumerables preguntas acerca del enfoque de los avances científicos la tiene, como siempre, el poderoso caballero don dinero. Por un lado, qué les voy a descubrir, las grandes empresas subvencionan los proyectos que a la postre conocen que todos los individuos empeñados en ir a la moda o en no ser menos que su vecino comprarán, usarán y recomendarán. Esos miles de euros que les pueda suponer la inversión para la nueva creación se transformarán en millones cuando el producto esté en todos los escaparates y la gente se pelee por tener el último modelo. Las ganancias serán descomunales, muy superiores a las que obtendrían financiando cualquier tipo de estudio sobre formas de mejorar nuestro medio ambiente o esas cosas tan bonitas para los cuentos infantiles pero tan poco productivas para ellas.


Pero aún hay más. En determinados casos es la poderosa empresa quien, después de que un científico loco se haya pasado media vida buscando soluciones contra el deterioro de nuestro entorno, se encargue de que ese proyecto no vea la luz, al menos de momento. O si no, díganme ustedes qué sería de las grandes empresas petroleras si de la noche a la mañana apareciera un nuevo modelo de automóvil que funcionara con agua del grifo. Tonto sería quien, por el mismo precio, se comprara un coche actual antes que este nuevo modelo, con el que ahorraríamos, a día de hoy, en el tiempo medio de vida de un vehículo, el importe necesario para comprar uno nuevo. Para evitar esto ya se encargan estas empresas de comprar los derechos de cada uno de estos proyectos. Mientras el petróleo no se extinga definitivamente, nunca verán la luz.


Por eso es mi firme deseo que la ciencia siga haciendo acto de presencia en nuestras vidas, siga dando pasos de gigante, pero que lo haga en todas sus direcciones, no solamente en aquellas aptas para el negocio. Porque, créanme, de buen seguro que con las grandes capacidades que han originado tal cantidad de inventos deberían aparecer otros tantos que este mundo necesita que salgan a relucir y no queden ocultos en las tenebrosas mazmorras de don dinero.

viernes, 16 de abril de 2010

Homenajes póstumos

Hace escasos días fuimos sorprendidos por el fallecimiento del célebre periodista deportivo Juanma Gonzalo, que en paz descanse. Francamente, aunque relativamente aficionado al deporte, no soy fiel devoto de ningún comentarista, presentador o tertuliano del mundo deportivo, pero ayer en escasa media hora de escucha radiofónica me capacitaron para poder redactar la biografía de este hombre. Que nadie quiera malinterpretarme, nunca una baja en nuestro mundo será motivo de felicidad para un servidor. El quid de la cuestión es la cantidad de alabanzas, elogios y piropos varios que recibió Juanma precisamente cuando ya no los podía escuchar.

No deja de resultar curioso, chocante y algo vergonzoso el hecho de que parezca requisito indispensable fallecer para que te sean reconocidos tus méritos. ¿Estratagema comercial abusando de la sensiblería del pueblo? Puede ser, juzguen ustedes mismos. Además, una copia de esta misma situación la pueden encontrar cada cierto periodo de tiempo. No hace mucho que también nos dejó uno de los genios de las letras hispanas de los últimos años, Miguel Delibes. No pierdan detalle este inminente día del libro. Su nombre aparecerá en prácticamente todos los actos que tengan lugar con motivo de esta jornada. Por supuesto, toda mención que se le haga estará totalmente justificada y merecida, nadie lo duda. Lo indignante es el hecho de que el homenajeado no pueda disfrutar y deleitarse con su propio homenaje. ¿Acaso no hubiera sido realmente hermoso que fuera hace doce meses cuando se reconociera públicamente el talento y el agradecimiento a don Miguel?

Todos sabemos sobradamente que en ocasiones apenas podemos prepararnos, pues la parca puede hacer acto de presencia cuando le plazca, incluso cuando los cánones indiquen que aún debieran faltarle algunos años o décadas. Admito que reconocer a una persona, digamos, de unos cuarenta años y que todavía se encuentra en plena facultad de ejercer su profesión puede parecer precipitado, aunque no veo ningún motivo por el que pueda considerarse así. Lo que realmente no concibo es esperar a rendir tributo a alguien que ya lo ha dado todo o que se puede intuir que está en su última fase de la vida. Desde aquí rogaría que si realmente se quiere agradecer a un personaje su labor, hagámoslo, si es posible, de forma que pueda sentirlo y disfrutarlo en sus propias carnes. Si, por el contrario, lo único que queremos hacer es un buen negocio aprovechándonos de la desgracia de alguien, entonces adelante, sigamos con los homenajes póstumos.

Incluso, para más cosas increíbles, es asombroso lo que le revaloriza a uno la muerte. Una vez no estás, te llueven una cantidad de agradables calificativos que posiblemente jamás escuchaste en vida. Tus logros se triplican y nadie se acuerda de tus fallos o tus deslices. Seamos serios. Si alguien se merece elogios a punta de pala por méritos propios, pues démoselos siempre, vivo o inerte. Y viceversa, si alguien ha sido un capullo integral en vida, no veo motivos para apiadarnos de él solamente porque ya no esté entre nosotros. Yo, por mi parte, sólo deseo que si realmente se me quiere agradecer algo que, dentro de mis posibilidades, haya podido hacer de bueno para otras personas, me lo hagan saber mientras mi cerebro no dé muestras de debilidad ni de apagón total. Yo, por mi parte, predicaré con el ejemplo y procuraré demostrar todo lo que tenga que reconocerle en vida a quien haya hecho algo por mí.

lunes, 5 de abril de 2010

Hablemos de educación (2)

Después de mis dos últimas entradas, tan livianas y políticamente correctas, y para evitar el riesgo de metamorfosearme en una cabeza cuadrada que acepta todo lo que le ofrecen y de que mis allegados familiares sospechen de mi correcto estado de salud mental, vuelvo a mis andadas críticas y sin piedad con un tema que ya traté y que conozco de primera mano: la educación.


Si bien en mi anterior ensayo me limité, que no es poco, a disipar cualquier duda sobre la más que evidente decadencia de la educación española, hoy pretendo indagar más profundamente y dar mi justificada opinión sobre los que considero los principales causantes de esta crisis tanto o más importante que la económica que estamos sobrellevando.


La idea de relatar estas líneas me vino tras los resultados académicos de la recién concluida segunda evaluación. Sin excesivo orgullo he de proclamar que conseguí batir mi más escandaloso registro personal: 20 suspensos en un grupo de segundo de ESO de 22 alumnos. Eso supone cerca del 91%. Y que nadie salte a llamarme ogro, abusón o destrozaniños, que lo desconcertante del asunto es que todos los profesores del grupo tuvieron registros similares y alguno alcanzó el cien por cien de calificaciones negativas. El resto de grupos no fueron tan impactantes comparados con éste, pero las diferencias no son tan abrumadoras como pudiera parecer. ¿A qué se debe esta hecatombe? Personalmente me atrevo a llenar de culpabilidad a dos aspectos de la vida de estos escolares que a continuación trataré de trasmitirles.


Hay una más que obvia evidencia (valga la redundancia), y es que a los adolescentes actuales les importan tres pimientos sus resultados. Ya apenas se ven jóvenes estudiantes agobiados por alcanzar ese ansiado cinco en determinada materia. A la inmensa mayoría les resulta indiferente suspender una que ocho. Esta dejadez, pienso, habría que achacarla tanto a los chavales como a sus progenitores.

Por una parte, es asombrosa la pasividad de algunos padres ante el más que austero futuro que se labran irremediablemente sus engendros. Cierto día tuve lo que pretendía ser una charla seria con uno de los miembros del irritable grupo que mencioné párrafos arriba, uno de estos chavales cuyas notas se escriben en lenguaje binario (es decir, a base de ceros y unos) y que tiene como objetivo primordial en sus visitas al centro de “estudios” el romper todo lo posible la relativa normalidad de una clase. Tras cientos de intentos frustrados de que aprendiera al menos a comportarse y, si fuera posible, a hacer la “o” con un canuto, cambié mi táctica e intenté incitarle a que dejara de asistir a clase y se dedicara a algo más provechoso (dejar claro que esta propuesta, según los demagogos que no han pisado en su vida un aula, es totalmente denunciable y digno casi de la pena capital, así que debe hacerse sin testigo alguno, cáptese la ironía). “¡Sí, hombre! Luego le llegan a mi padre todas las faltas y me infla a hostias”, fue su contundente respuesta. Mi réplica no se hizo esperar: “Y cuando le llevas todo suspenso, ¿no pasa lo mismo?”. “¡Qué va! Ya está acostumbrado”. Ante esa respuesta entendí que ese chico era un caso más que perdido y que no había lugar humano por donde agarrarlo. Nos guste o no, la mayoría de nosotros, los que hicimos unos estudios primarios y secundarios medio decentes, sentimos decenas de ocasiones la fuerte tentación de no hacer los deberes o abandonar un examen, y al final los deberes quedaron realizados y el examen preparado gracias a que, de una manera u otra, intervino nuestro padre o madre, bien con amenazas, bien con premios, bien con cualquier otra artimaña. Actualmente a la mayoría de los padres les resbala olímpicamente lo que hagan sus hijos en clase. Se limitan a dar a colegios e institutos un uso de guardería o parking, un lugar donde retener a su prole para que no les molesten en casa o, si en la vivienda familiar no hay nadie por las mañanas, para evitar que estén en la calle, no se vayan a resfriar los pobres. En fin, con estas premisas ya se imaginan el futuro de estos desamparados.


Por otro lado, si en algún colegial se vislumbrara un punto de cordura, tenemos a la televisión para encargarse de borrarlo fulminantemente. Si un chico de, pongamos, quince años se sienta unos segundos a pensar en su inmediato futuro y se llega a acongojar mínimamente, basta con que conecte la caja tonta (que por algo tiene ese apodo) y tendrá la vida resuelta. Hay mil maneras de ganarse la vida que no pasan por estudiar y ser responsable. Podemos entrar en una academia donde asombrosamente te enseñan a cantar o bailar en cuatro meses y hacernos artistas profesionales. Podemos entrar en una casa aislada del mundo otros tantos meses y, además de una prima inicial de varios miles de euros, hacernos periodistas. Podemos, incluso, esperar a que vengan los ojeadores del Real Madrid asombrados por nuestra calidad futbolística y nos ofrezcan un contrato similar al de cierto jugador portugués. Y en un caso extremo siempre nos queda la posibilidad de infiltrarnos en la cama de algún famoso o famosa y, a raíz de esa proeza, dedicarnos a pasear por platós televisivos demostrando nuestra capacidad de volumen en lo que parecen concursos de griterío.


Resumiendo, para no aburrir a mis leales lectores. Los chicos de esta edad necesitan algún estímulo para avanzar correctamente en sus estudios. Si ese incentivo no se encuentra en la sociedad o en la televisión, debería encontrarse en el ámbito familiar. Si no existen esos incentivos, apaga y vámonos, pues ese desdichado adolescente está predestinado a ser carne de cañón de por vida. Puede que haya quien piense que exagero. No negaré que he generalizado, que a veces se dejan ver alumnos con un grado de responsabilidad aceptable o padres realmente implicados, pero créanme si les digo que ni unos ni otros superan el veinte por ciento del total. En cualquier caso el tiempo, por desgracia, el tiempo me dará la razón. Hablemos si no dentro de quince años. Hasta entonces, buena suerte.

martes, 30 de marzo de 2010

A mi hermano

Buscando un blogger amateur como yo una forma barata y cómoda de promocionar su humilde rincón en la red recurre inicialmente al ámbito familiar. Ése fue mi caso. Hace ya dos meses que nació este cuaderno de bitácora y, cual padre orgulloso de su recién nacido, fui a mostrar a mis familiares más informatizados mi creación. He de admitir que la recepción de mis ilusionados ensayos fue anímicamente correcta, que para eso está la familia, salvo por parte de mi hermano. No en vano, hace apenas una semana surgió de la nada el tema durante una conversación fraternal, durante la cual recibí la siguiente intencionada puñalada verbal por parte de mi pariente: “¡Macho, mira que lo he intentado varias veces pero no consigo terminar de leer ninguna de las entradas de tu blog!”. El curioso motivo alegado fue la supuesta dificultad de mi lenguaje, las complejas estructuras que, según él, abundan entre estas líneas. Mi propósito del día es lograr que mi querido compañero de padres sea capaz de leer al menos una, sólo una entrada de este sufrido blog.


No te alarmes, hermano, que si escapa de mis manos algún vocablo que pueda suponerte cierta complejidad te anotaré inmediatamente su significado para ahorrarte la aconsejable molestia de hojear un diccionario. Por otra parte, he de admitir que tu comentario me deja ciertamente atónito (= pasmado o espantado de un objeto o suceso raro), pues tú, al igual que quien te habla, eres un admirador ferviente (= que hierve) de las poesías urbanas de ese maestro de la palabra que es Joaquín Sabina. Además, sinceramente, aunque uno intenta exprimir su destreza (= habilidad, arte) hasta que sus neuronas se lo consienten, creo que mis textos nunca estarán a la altura de, por ejemplificar, don Gabriel García Márquez. En cualquier caso, te envío desde estos párrafos un consejo tan práctico como poco original, y es que te aficiones al noble arte de la lectura. De buen seguro que cuando tus ojos se adapten a giros y metáforas diabólicas, seguir estas palabras te resultará de lo más viable (= que, por sus circunstancias, tiene probabilidades de poderse llevar a cabo). Si requieres (= necesitas) consejo, eres buen conocedor de que en tu propia familia, que es la mía, existen buenos lectores que te podrían orientar por el camino del buen hacer.


¡Ánimo, hermano, que ya llevas la mitad del todo! Realmente no me quedan excesivos asuntos por tratar. Eso sí, es mi deseo dejar constancia a todos mis fieles navegantes y bucaneros (= piratas de los siglos XVII y XVIII) que no es mi dedicado del día un sujeto inculto. Puedo jactarme (= alabarme presuntuosamente = alabarme con demasiada confianza) sin temor a errar de tener una familia de un nivel racional más que aceptable. Simplemente la divergencia (= diferencia) entre nosotros es de estilos. Si bien Odiseo se considera más clásico, más aficionado a culturizarse a través de la lectura de obras inmortales o la visualización de filmes (= películas) que perduran en la memoria, la otra mitad de la descendencia familiar tiene tendencia a basar sus conocimientos en cuestiones más populares, a través de la lectura de noticias, comentarios de la calle y otras ramas que, sin menospreciar, no eximen (= libran de obligaciones) de la otra rama de la cultura.


Bien, si has conseguido alcanzar este último párrafo prácticamente se puede dar por hecho que conseguí culminar con triunfo mi meta. ¿A que no ha resultado tan virulento (= maligno, ocasionado por un virus)? Ahora te animo con mis extenuadas (= debilitadas) fuerzas a que eventualmente (= incierta o casualmente) visites mi hogar virtual que, si bien aún es diminuto y frágil, promete desarrollarse y crecer cual tetraclinis articulata (ésta no te la digo), y espero que compartas esa evolución y seas parte activa en ella. Y aunque no debes acostumbrarte a estas definiciones entre líneas, te aseguro que si te enganchas a mi aventura, en breve tiempo te serán totalmente redundantes (= que sobran en un determinado contexto) ¡Nos vemos, mi fiel navegante!

jueves, 18 de marzo de 2010

Cinco minutos

Hasta el más crítico entre los críticos se cansa a veces de buscar siempre la parte negativa de esta vida, de resaltar todo lo mejorable que nos rodea, y siente el poderoso e irremediable deseo de hablar, aunque sea excepcionalmente, de algo agradable, con gusto, algo de lo que se pueda dialogar sin indignación ni rabia. Siendo este mi caso hoy, les anuncio que mi intención en el presente ensayo es ni más ni menos que rendir un sincero homenaje.

Quien me conozca un poco, aunque sea por mis textos, sabrá que no tengo la menor intención de rendir tributo a ningún personaje harto de elogios mediáticos o sociales. Es más, no pretendo alabar a ningún ser humano, por más o menos conocido que sea. Mi propósito es reconocer como se merece un momento que apenas tiene consideración por el hombre de a pie. Mi humilde homenaje va dedicado a esos cinco minutos que transcurren inmediatamente de que nos hayamos despertado con el maldito timbre de nuestro reloj de mesilla, ese glorioso espacio de tiempo en que nos preparamos mentalmente para librar nuestra particular batalla diaria.

No encuentro palabras para describir esa contradictoria sensación que nos produce ser conscientes, por una parte, de que finalizó nuestro periodo de descanso corporal, y por otra, recordar que pusimos la alarma con la suficiente antelación como para permitirnos seguir tumbados cinco minutitos más en nuestro lecho. Sí, es cierto, transcurridos esos minutos habremos de incorporarnos, saludar al nuevo día y encarar no sin cierta pereza todos los problemas que nos deparará la jornada. Pero esos trescientos segundos son única y exclusivamente para deleitarnos, para saborear el hecho de estar despiertos pero recostados y, quizá, con los párpados aún tapando nuestras pupilas.

Y no se piensen ustedes que ese periodo de tiempo es meramente de meditación y asimilación, qué va. Es un momento perfecto también para completar nuestros inacabados sueños. ¡Cuántas veces nos ha abandonado Morfeo justamente cuando nuestro sueño se encontraba en su desenlace final y apenas con un par de escenas más quedaría íntegro! Creo que es sentimiento común la sensación de anhelar retomar nuestro letargo con la intención de proseguir el sueño por donde se nos cortó, cual si de una película detenida por el botón de pausa se tratara. Por desgracia sabemos que esto no suele ocurrir, por lo que es opción recomendable concluir a nuestra voluntad la aventura en la que estábamos envueltos de lleno, opción para la que vienen que ni pintados nuestros cinco protagonistas del día.

Si, por el contrario, el sueño en que estábamos enfrascados no nos resultó excesivamente agradable y más bien nos ahogábamos en una temible pesadilla copada de malvados monstruos, despiadados asesinos, violadores, políticos o suegras, son imprescindibles esos homenajeados minutos para retomar el titubeante aliento, cerciorarse de que la pesadilla había sido tal y ser capaces de ponernos en pie sin que ese inquietante temblor corporal siga azotándonos. Cinco minutos y como nuevos.

No hay más que recordar la que solía ser nuestra primera frase de cada día durante nuestra inocente infancia. “¡Cinco minutos más, por favor!”, le decíamos a nuestra madre cuando se desesperaba por lograr que alcanzáramos la escuela a la hora convenida. Hoy, adultos y un poquito más responsables, seguimos precisando de ese breve tiempo para reaccionar. ¡Benditos minutos!, ruego a las más altas divinidades que nunca nos faltéis, que seáis nuestros fieles compañeros matutinos y que jamás permitáis que nos veamos obligados a incorporarnos de la cama a la hora exacta en que la noche anterior fijamos nuestro despertador.

jueves, 11 de marzo de 2010

Día internacional de...

Con los restos del día internacional de la mujer trabajadora aún colgando en nuestras cabezas me dispongo a tratar sin piedad alguna por mi parte el asunto de este tipo de jornadas tan atractivas ante los ojos del pueblo. Eso sí, voy a adelantarme a posibles malvados ojos clavados sobre mi ser proclamando a los cuatro vientos mi total respeto y apoyo a las féminas trabajadoras, a la igualdad de oportunidades entre sexos y, en general, a la mayoría de temas destinatarios de este día propio en el calendario. Mi feroz crítica nunca irá dirigida a ellas, ni a la lucha contra el SIDA, ni a las madres y padres del mundo. El único destinatario de mis disquisiciones es ese momento, esa fecha con nombre y apellidos que nos recuerdan sin cesar todos los medios de comunicación durante una semana a la redonda.


Aparece ahora en mi memoria una curiosa escena transcurrida hace justo una década, en el año 2000, año que fue declarado, no sé por quién, el año mundial de las matemáticas. Siendo yo pleno estudiante de esa licenciatura, me resultó inevitable sentir cierta infantil ilusión a causa de estar metido de lleno en la materia de moda en todo el planeta. Pero lo anecdótico y lo que grabé en mis recuerdos universitarios fue la sentencia de un veterano profesor que por ese entonces impartía en mi grupo Topología de superficies. “Cuando se dedica un día internacional a algo, es que ese algo va mal. Pues imaginaos cuando se dedica un año entero”, fueron sus palabras con las que zanjó cualquier tipo de debate.


Por desgracia, tenía mucha razón. Estos cansinos “días de” no son más que intentos desesperados de sacar a flote algo que se hunde irremediablemente hasta las profundidades abismales. Pero, como en casi todo en esta vida, la solución rápida y directa suele ser siempre la más ineficaz y propensa a rehacer el problema, en ocasiones hasta con mayor intensidad. No me pueden negar que, en su etapa estudiantil, acudieron ustedes a algún que otro examen sin más preparación que la adquirida la tarde anterior. Los resultados solían ser o nefastos en cuanto a nota se refiere, o aceptables en este sentido pero nulos en cuanto a conocimientos asimilados, pues se olvidaba todo escasas horas después de finalizar el control. (Hoy en día esas cosas son impensables. Actualmente la juventud no estudia ni siquiera esa tarde). Esto no es más que una pequeña muestra de mi tajante afirmación: las soluciones rápidas y momentáneas nunca llevan a buen puerto.


Como les decía, soy el primer partidario de luchar por conseguir la igualdad total entre hombres y mujeres, pero lo que me indigna y califico de vergonzoso es que desde los altos cargos se nos pretenda hacer callar con un simple “día de”. No me quedaré convencido de que se está trabajando en esto hasta que no se comience a tratar el problema desde su raíz, con una buena perspectiva a largo plazo. Personalmente no tengo prisa. Esta desigualdad data de varios miles de años, así que puedo esperar pacientemente algún año más si la finalidad lo merece, pero es preciso visualizar un camino correcto. Jamás verán un corredor de maratón esprintando durante los primeros kilómetros, sería del género idiota. Lo importante es mantener un ritmo adecuado y constante para alcanzar firmemente el ansiado final. El problema es que ahora mismo lo que yo veo son días de acelerones alocados, pero luego meses de irremediable inmovilidad, y así difícilmente cruzaremos la línea de meta.


Sé de buena fe que no se puede acabar con estas llamativas y publicitarias jornadas de un plumazo, y no voy a negar que es digno de elogio recordar durante veinticuatro breves horas aspectos ciertamente relevantes del mundo en que nos toca vivir, pero más elogiable aún sería si tuviéramos esos mismos conceptos presentes durante todo el año y lucháramos por ellos por nuestra propia voluntad, sin que una inscripción bajo la fecha de nuestro calendario de pared nos ordene cómo hemos de actuar durante la consabida jornada.

sábado, 6 de marzo de 2010

Acostumbrado a las costumbres

¿Se deben respetar las tradiciones? El contestar a esta pregunta, afirmativa o negativamente, de buen seguro haría engordar notablemente mi círculo de enemigos íntimos. No obstante, el objetivo primordial de este breve artículo no es otro que defender la posibilidad de someter a crítica estas costumbres. Está lejos de ser justo el hecho de que una tradición, por el mero hecho de llevar a cuestas esa etiqueta, se vea exenta de juicios y valoraciones objetivas.

Pondría la mano sobre una ardiente llama de fuego al afirmar que más de uno de mis afables lectores, con únicamente este escueto párrafo, ha atraído a su mente inquieta la imagen de cierto animal, al cual muchos se asemejan en las fotografías cuando tienen tras de sí al bromista de turno, y la despótica manera que se tiene de hacer de él carne de cañón. Tampoco dudo que si le dedican unos breves minutos a la búsqueda de ejemplos costumbristas no faltarán en sus respuestas días de celebraciones diversas, que se dirían nuestras únicas oportunidades de demostrar nuestro afecto a seres allegados, o problemas de capacidad bucal cuando nos proponemos ingerir en tiempo record una docena de diminutas frutas al comienzo de cada esperanzador año. En fin, una importante cantidad de ejemplos que podría detallar, mas optaré por no infringir sopor al personal, amen de otras tantas ilustraciones que el abandono momentáneo de las musas hace que no recuerde.

Si bien estos ejemplos probablemente estén aceptados por todos como tradiciones, es mi deseo profundizar un poco más, alcanzar un nivel superior y reflexionar sobre usos que quizá no denotaríamos como tradiciones, sino más bien como costumbres o hábitos, y tal vez ese es el motivo de que originen menos polémica que los anteriormente mencionados. Debo aclarar que no estoy haciendo referencia a rutinas personales, las pequeñas manías de cada uno de las que cada cual es dueño y que son realmente las que nos definen como personas. Mi intención es referirme a formas de actuar aceptadas por la inmensa mayoría y nunca sopesada su practicidad. Para mayor claridad les intentaré ilustrar con el ejemplo que originó en mí la idea de tratar este asunto.

¿Se han preguntado en alguna ocasión por qué utilizamos numeración romana para los siglos o para la ordenación de reyes y papas? Si se examina con detenimiento, los números romanos, en la práctica, son considerablemente menos útiles que nuestro sistema actual, el arábigo. Por cierto, permítanme este minúsculo paréntesis para corregir esa nomenclatura, pues si bien nuestros números actuales fueron tomados de los árabes, no fueron ellos sus inventores, sino que se limitaron a introducirlo en occidente aprendido en la India.

Les decía que este sistema de escritura numérica es francamente inútil y engorroso. Por un lado, tenemos la notable desventaja, más aún cuando solemos ser fieles seguidores de la ley del mínimo esfuerzo, de la elevada longitud, en ciertos valores, del sistema de letritas con respecto al de nuestros diez dígitos. ¿Acaso no nos produce una inmensa pereza pensar que hemos de referirnos al papa de mitad del siglo XX (¡otra vez los dichosos caracteres romanos!) como Juan XXIII, siendo más breve Juan 23? Por no hablar cuando deseamos conocer el año de edición de un libro con cierta antigüedad y hemos de poner los cinco sentidos en interpretar que la serie MCMXLIX hace referencia al año 1949.

Por otra parte, si alguna vez han sentido la picante curiosidad de intentar sumar dos cifras en la notación que nos atañe se darán cuenta inmediatamente de que lo más cómodo es traducir a nuestro sistema actual y realizar la adición como los enseñaron nuestros adorados maestros en nuestra más tierna infancia. Sin entrar en detalles muy rigurosos, simplemente diré que el motivo de esta dificultad reside en que no estamos ante un sistema de numeración posicional. Dicho de otra forma, cada carácter romano tiene siempre el mismo valor se ubique donde se ubique, mientras que en nuestros incomprendidos números arábigos el símbolo 5 puede significar cinco, cincuenta, quinientos… dependiendo si se encuentra en el último, penúltimo o antepenúltimo lugar. Esto, que así dicho puede parecer enredoso, es la ventaja fundamental de estos números y la culpable de que los algoritmos de las operaciones aritméticas elementales estén al alcance de todos.

Resumiendo, que no quisiera centrarme en un único ejemplo habiendo tantos donde elegir, simplemente quiero defender el derecho a que todos nuestros hábitos generalizados sean sometidos a juicio y, si no logran superar la prueba de la practicidad, sean suplantados de inmediato, mal nos pese en el aspecto sentimental y nostálgico.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Mayoría de edad

Una de las decisiones que suelen provocar mayores quebraderos de cabeza es la fijación de límites, establecer la frontera entre el yin y el yan, entre lo bueno y lo malo, entre el cielo y el infierno. Por qué aquí sí, pero un milímetro atrás no. Cualquier docente medianamente experimentado se ha visto acosado emocionalmente por el pupilo que, obteniendo como nota global de un examen, trimestre o curso, cuatro puntos con noventa y cinco centésimas, solicita con todas sus artimañas disponibles las cinco centésimas necesarias para que desaparezca fulgurantemente de su boletín académico el vocablo suspenso (o insuficiente, que parece menos agresivo), no por el hecho de saber interpretar su nota como una demostración de su escasez de conocimientos, sino por la probable bronca o castigo inmediato de sus progenitores. Y si tu finalidad es ser recordado como un profesor, ante todo, justo y equitativo, si calificas apto a ese alumno no puedes dejar de aprobar al que mereció un cuatro con nueve, obviamente, pero en esas circunstancias tu moral te dictará que te apiades también del pobre chico que solamente fue capaz de llegar al cuatro con setenta y cinco, y también de la niña rubia de la primera fila con su cuatro y medio, pues si no te tacharán de machista empedernido. ¿Dónde está el límite? No queda más alternativa que fijarlo en algún punto determinado, por más que le pese a quien se haya estacionado exactamente antes de ese valor fronterizo.


Podríamos hablar largo y tendido de multitud de ejemplos donde resulta notablemente duro fijar ese paso entre la gloria y la humillante derrota, mas mi modesta intención era referirme a ese marcado día del calendario en que se nos considera mayores de edad. Aunque mis inquietudes no van encaminadas al nombrecito de marras, sino a todo lo que tradicionalmente representa y conlleva. Nuestra innata tendencia nos lleva a considerar al mayor de edad como una persona de mente adulta, madura, competente e incapaz de cometer necedades indecentes, y a tachar al menor de edad como un chiquillo alocado, irresponsable y perfectamente dado a las más disparatadas acciones. Curiosamente los nacimientos de estas dos personas puede que solamente distasen unas pocas jornadas, incluso tan sólo una. Soy perfectamente consciente de que el límite debe establecerse en un número definido con criterio, independientemente sea dieciocho, veintiuno o sesenta y cuatro; lo que no puedo aceptar ni compartir es que el mero dato de los años trascurridos desde la venida a este mundo, o al que le corresponda a cada cual, otorgue o retire licencias de superior envergadura a las meras interpretaciones subjetivas de los sujetos que nos rodean.


Quizá el permiso menos conflictivo que otorga esta edad sea la posibilidad de acceder legalmente al a veces estresante mundo de los conductores, pues se nos exige demostrar nuestra capacidad con rigurosos controles, los cuales, por cierto, raras veces evalúan con acierto nuestra habilidad conductora. Sin embargo, no deja de ser paradójica la existencia de innumerables permisos que adquirimos automáticamente, en España, el día de nuestro decimoctavo aniversario. A partir de ahí nadie nos retirará el poder de adquirir alcohol y tabaco sin que el amigo de turno, unos meses mayor, nos haga el favor de dar la cara por nosotros; podemos elegir libremente a quienes menos nos desagradará que nos gobierne (incluso a María Cristina); incluso no olvidemos la posibilidad de deleitar nuestros lascivos ojos con revistas, fotografías o películas relativas a la pornografía o, por qué no, dedicarse a ella de forma activa. Ahora, no olvidemos que también nos despediremos de la dudosa ventaja de cometer actos delictivos y suplantar la sombra de Chirona por un cómodo y acogedor reformatorio de menores.


De igual forma que un amplísimo porcentaje de los seres pensantes seguro comparten mi opinión de que un delincuente de diecisiete otoños debiera ser juzgado con el mismo rasero que el de dieciocho, es posible que también estén de mi parte cuando digo que se debería contemplar la posibilidad de evaluar de alguna manera la capacidad de los diferentes candidatos a la posesión de cada uno de los permisos. No me tomen por loco, no pretendo que se inaugure una “pornoescuela” orientada a decidir si un adolescente está emocionalmente preparado para dedicarle una obsesa mirada y lo que surja a la estrella del sexo del momento. Solamente predico la opción de que se estudie si, por ejemplo, un individuo está realmente en condiciones de elegir mediante sufragio a nuestros mandamases. Sinceramente, me aterra la mera idea de pensar que un considerable grupo de los que decidirán nuestro representante mundial esté constituido por analfabetos con sus niveles de cultura a ras de suelo.

viernes, 29 de enero de 2010

Asignatura pendiente

Si existe alguna que mereciera en mi vida estudiantil el calificativo de asignatura pendiente esa es la historia. Aunque para ser más precisos, ya que siempre logré, no sin ciertos apuros, superarla académicamente, debiera decir el gusto por esa materia. Así es, puedo afirmar sin pudor que todo aquello que mis antiguos maestros y profesores procuraron inculcarme fue gratamente recibido, en mayor o menor medida, por mi inquieto intelecto. Salvo la historia. Jamás alcancé a comprender, ni siquiera hoy, veinte años después, la practicidad de esos incansables listados de datos objetivos que se esfumaban de mi cabeza escasamente cinco minutos después de haberlos vomitado sin más en ese folio blanco que convertía con mis palabras en un examen aprobado. Tras una larga búsqueda del motivo de este desagrado historial, creo que comencé a comprender ese rechazo que sentía hacia esos libros llenos de fechas y de regios nombres en un momento puntual, cuando recién alcanzaba mis doce otoños de vida. De no ser así imagino que no recordaría tan detalladamente la escena que paso a revivir. Iniciábamos en esas fechas nuevo tema (o unidad didáctica, como nos hacen llamarlo actualmente) referido a una época relativamente reciente en la historia de España. Habíamos retrocedido hasta los años veinte del siglo pasado, durante la dictadura de Primo de Rivera. En un momento determinado opté por desviar la atención del maestro unos segundos y adelanté un grupo de páginas hasta alcanzar la última del tema en cuestión. Esas últimas hojas de cada sección del somnífero volumen acostumbraban a desarrollar en brevísimos párrafos pequeñas anécdotas o curiosidades referidas al contenido tratado, las cuales, por descontado, por falta de tiempo material nunca se incluían en las preguntas de examen, lo cual era equivalente a decir que nadie las leía tan siquiera. No pude sino fijar mi penetrante mirada en una fotografía en blanco y negro ubicada en la esquina superior derecha, pues a mi entender resultaba contraproducente toparse en cualquier libro de texto con la imagen de un futbolista. Se trataba en esta ocasión del portero Ricardo Zamora, según las anotaciones hechas al margen, un auténtico ídolo deportivo y fenómeno de masas en aquella década. Claro, discurrí exaltado, esto también es historia, cualquier persona, descubrimiento o acontecimiento ocurrido en tiempo pasado puede ser considerado como parte de la misma. Entonces, ¿porqué se empeñan en hacernos creer que ésta se reduce a guerras, reinados y algún que otro descubrimiento? Eso pensé y eso sigo pensando a día de hoy.
No seré yo quien niegue que las guerras acontecidas o los monarcas que impusieron sus leyes marcan considerablemente el devenir de una época, pero afortunadamente para el mundo existen innumerables factores que la pueden llegar a definir con mucha mayor precisión. Me siento incapaz de resistirme a recitarles estas siete palabras de don Silvio Rodríguez: los hombres sin historia son la historia. Pensemos si no en la prehistoria. Es imposible conocer un solo nombre propio de esos remotos tiempos ancestrales, mas, sin embargo, hemos conseguido descubrir ciertas costumbres y avances del hombre (entiéndase la humanidad) tanto de Cromañón y de Neanderthal como de sus primos hermanos. Lo chocante del asunto es que cuando nos ponen a prueba sobre nuestra cultura acerca de, por ejemplo, el siglo XV, nuestra mente evoca sin vacilar el descubrimiento de América o la expulsión de los musulmanes de la península por parte de los Reyes Católicos, pero la inmensa mayoría de nosotros, ustedes mis lectores y yo, no lo nieguen, no tenemos ni idea de generalidades del hombre de a pie. En qué trabajaban o a qué dedicaban su tiempo libre son preguntas que estoy convencido tienen respuestas conocidas, pero que los libros de historia jamás nos dieron.
Sería ciertamente triste que a cada uno de nosotros nos recordaran exclusivamente por dos o tres acontecimientos puntuales de nuestra existencia. Afirmo con la mano en el fuego que todos esperamos que, amén de esos dos o tres hechos, se recuerde nuestro carácter, nuestro trabajo diario, nuestro trato a nuestros semejantes, en fin, que se nos recuerde a nosotros, no a lo que hicimos el dieciséis de abril en que teníamos veinticinco años. Igualmente considero que lo justo sería que, cuando la imparable línea del tiempo alcance el venidero vigésimo segundo siglo, se conozca este principio de milenio, mal que me pese, como una época donde la gente disfrutaba escuchando la vida privada de otra gente destinada a tal efecto y desperdiciando periodos de casi dos horas observando con milimétrica precisión como veintidós sujetos en calzoncillos patean sin piedad un esférico.
Pidiendo mi más sincero perdón por esta inevitable crítica social que mis dedos transcribieron casi sin poder yo controlarlo, volvemos al asunto que nos ocupa.
Si, como es dicho recurrente entre los defensores de esta materia, debemos conocer nuestro pasado para encarar con garantías nuestro presente, quizá nos fuera mucho más útil conocer la vida de quienes fueron nuestros iguales de hace algunos años o siglos que conocer las peripecias, devaneos y heroicidades de los más variopintos monarcas, especialmente porque dudo fervientemente que ni un servidor ni ustedes, compañeros de fatigas, alcancemos jamás a saber lo que se siente postrado en un sillón real (si casualmente don Juan Carlos está leyendo estas líneas le mando un fuerte abrazo y le pido mil disculpas por englobarlo en el mismo grupo que el resto de sus plebeyos).
Así pues, confío en que después de mis delirios literarios nadie me considere un detractor del estudio de la historia. Nada más lejos de la realidad. Quiero y deseo que se nos enseñe toda la historia, toda, saber cómo fueron nuestros antepasados, qué avances científicos hubo, cómo se evolucionó de los vestidos del siglo XVI a los vaqueros de hoy, quiénes eran los admirados ídolos de nuestros tataratataratatarabuelos, en fin, tantas y tantas cuestiones que podremos, sin duda, investigar por nuestra cuenta pero que deberían ser patrimonio de la humanidad y estar dentro de nuestra cultura general básica.

martes, 26 de enero de 2010

En defensa de la palabrota

Hoy vengo dispuesto a romper una lanza en favor de esos vocablos incomprendidos. Palabrotas, tacos, palabras malsonantes… han recibido todo tipo de calificativos despectivos, pero qué escaso número de veces han sido evaluadas con justicia. Mi defensa es, no se dude, acerca de su uso, no de su abuso. Créanme que no hay en el universo oídos más deseosos de ensordecer que los de un servidor cuando se topan irremediablemente con esas bocas cuyo lenguaje se reduce a este compendio de palabras. Lo saben ustedes tan bien como yo, hay gente con la que uno siente la fuerte tentación de disolverle un diccionario en la sopa a ver si así amplían un poco su vocabulario, joder.
Exceptuando casos extremos como estos, el uso de las palabrotas colabora notablemente a otorgar a nuestras frases un tono y una carga emocional que difícilmente podrían adquirir simplemente con las expresiones políticamente correctas. Por ejemplificarles vagamente lo que intento trasmitirles les puedo contar que, mientras ejerzo mi labor como docente, hago de tripas corazón para no dejar escapar ninguna obscenidad delante de esos treinta adolescentes que cada día tienen menos interés en sus estudios y más ganas de tocar los cojones. Pero, como errare humanum est, es inevitable que en puntuales momentos de enojo y alteración máxima no sea capaz de controlar ese vocablo malsonante que produce en mis alumnos un doble efecto: por un lado, sus ojos me acosan como queriéndome avisar; “profe, has dicho un taco”; por otro lado, su boca y el resto de sus músculos quedan en reposo parcial, pues son conocedores de mi estado de cabreo y disgusto con ellos. No dudo que cada cual tendrá su propio ejemplo personificado de situaciones en las cuales, siendo él el acusado o el acusador, la sensación que se transmite en el ambiente dista mucho en función del lenguaje utilizado para expresar el mensaje en cuestión.
Pero es irremediable la censura. Si salvamos ciertas tertulias televisivas en las que las palabrotas copan el ochenta por ciento de las conversaciones, el taco está moralmente prohibido. Si eres niño, tus padres, familiares y maestros te tienen constantemente amenazado con tu más temido castigo si tus cuerdas vocales entontan cualquiera de esas incomprendidas palabras. Si eres adulto, amen de mirarte, no mal, sino fatal, si invocas a alguno de estos demonios del lenguaje, es tu obligación como padre, madre, familiar, profesor, vecino o cualquier rango que te acerque mínimamente a una inocente e infantil criatura, mantenerte alejado de los mentados diablillos verbales. ¡La libertad de expresión se va al garete, cagontó!
A riesgo de poder parecer repetitivo volveré a hacer notar que no hay nada más lejos de mi finalidad que convertirnos a todos en unos malhablados empedernidos. Seguro que hay por ahí algún cabrón que pretende tergiversar mis palabras y acusarme de desertor del buen hablar, cuando no existe afirmación más alejada de la realidad. Únicamente defiendo la posibilidad de guardar dentro de nuestro baúl de vocablos y expresiones aquellas que explotadas con mucha frecuencia pueden causar un coma profundo en tímpanos ajenos y descender considerablemente nuestro listón cultural, pero que si las utilizamos en el lugar preciso y en el momento exacto nos facilitarán la tarea, a veces harto compleja, de trasmitir a nuestro interlocutor con mayor fidelidad las sensaciones, habitualmente negativas, que recorren cosquilleantes y pícaras nuestro ser.
Concluyo este breve ensayo sobre la palabrota esperando que haya sido de su agrado y con una propuesta experimental e interactiva. Si dispone de un par de minutos relea estas líneas pero haga las siguientes sustituciones: cambie “joder” por “cáspita”, sustituya “tocar los cojones” por “molestar”, reemplace “cagontó” por “caracoles” y, por último, suprima del texto la palabra “cabrón” y añada en su lugar la expresión “mala persona”. ¿Nota la diferencia? Quizá no, pero yo sí que la aprecio. Le animo a que relate al resto de lectores la diferencia de sensaciones entre ambas lecturas.

sábado, 23 de enero de 2010

Dudando si dudar

Tenía yo dieciséis años cuando incorporé a mi vocabulario la palabra “escéptico”. La escuché por primera vez en referencia a una doctrina filosófica de la antigua Grecia, pero su significado actual era quizá uno de los adjetivos que mejor me definían. Desconozco si es una virtud o un defecto, pero casi desde que mi raciocinio comenzó su madurez he sido un escéptico de pies a cabeza. Comencé sin piedad a cuestionar todo lo que veía, leía u oía, y es una experiencia que recomiendo fervientemente a todo aquel que desee sentirse por unos instantes juez (y parte) de su propio mundo.


No tienen ustedes más que tomar para muestra dos periódicos, dos emisoras de radio o dos cadenas televisivas cuyo posicionamiento político sea diametralmente opuesto. A veces uno pudiera pensar que ha comprado la prensa de dos días distintos, pues la diferencia de los datos resulta realmente espeluznante, incluso cuando se trata de datos a priori objetivos. Además, para mayor ironía, ninguno de los dos suele relatar el acontecimiento con excesiva veracidad.


Me encuentro, no obstante, en la obligación de aclarar que el hecho de cuestionar todo aquello que se cruza en el camino no significa en absoluto que la mente sea capaz de vislumbrar una solución satisfactoria para cada encrucijada. Nada más lejos de la realidad. Lo más habitual es que la duda se convierta en nuestra fiel acompañante durante un amplio abanico de los devaneos de nuestro espíritu. La opción más probable es crecer con una infinidad de misteriosos asuntos sin respuesta concisa, pero me consuela el saber que al menos nadie logrará que acepte sin más sus engaños.


Intentando evitar cualquier inoportuno malentendido no desaprovecharé la ocasión de precisar que no se me debe considerar con una persona de mentalidad e ideas cerradas, lo que en el lenguaje coloquial llamaríamos un cabezón. Mis opiniones pueden variar perfectamente y soy capaz de aceptar sin regañadientes cualquier certeza siempre que los argumentos y palabras sean lo suficientemente convincentes. No en vano, y siendo hombre de ciencias, en más de una ocasión me he visto forzado a respetar y compartir teorías o resultados que, siendo contrarios a mi intuición, me han sido demostrados con rigor científico. Cuando la ciencia habla, la intuición, aunque suela ser quien origina todo descubrimiento, debe mantenerse al margen.


Lo curioso del asunto, sincerándome ante ustedes, es que a veces, como dice el título de esta entrada, dudo si debo seguir dudando de todo. Dudar, sin duda, es bueno, nos abre la mente y nos prepara ante los peligros imprevisibles de la vida. Mas cuando observamos a individuos, por su carácter, más ingenuos, más cándidos, pero felices en su inocencia, sin explotar sus neuronas con incógnitas en su mayoría escasamente prácticas, es inevitable sentir un punto de envidia. ¿Por qué abrumar a nuestro cerebro con incertidumbres sobre la certeza de la llegada del hombre a la luna en agosto de 1969 pudiendo simplemente deleitarse y jactarse de la superioridad del homo sapiens con respecto al resto de razas vivientes, conocidas y por conocer? Supongo que es algo que no podemos elegir. Hay personas que, por su propia naturaleza, tienen una ardorosa tendencia a creer cualquier cosa que reciben sus cinco sentidos y gente que, mal que le pese a muchos políticos y gente con ansias de convertirnos en marionetas, continuaremos desconfiando de todo, especialmente de ellos.


En cualquier caso, con la finalidad de poder sentir eventualmente una sensación con ciertas similitudes a la ingenuidad, de un tiempo a esta parte he optado por buscar una posición salomónica. Como dicen que en el medio está la virtud, procuro, en la medida que mi inquieta vena científica me lo permite, preguntarme solamente lo imprescindible, aparcar mis dudas cuando no sean estrictamente necesarias y dedicarme al deleite del espíritu a través de los sentidos. Ese es mi amigable consejo. No dejen nunca de dudar, pero a la vez que dudan, plantéense si la respuesta a cada una de esas preguntas les son realmente necesarias. Sean capaces de deleitarse unos minutos siguiendo con su mirada el planear de una gaviota sin preguntarse si realmente es una especie nacida de la evolución darwiniana o proceden de algún extraño experimento genético y, como en su momento visualizó Hitchcock, un día se revelarán contra la humanidad.

viernes, 22 de enero de 2010

Hablemos de educación

Quizá si se debatiera sobre cualquier otro tema alguien podría objetar que critico sin conocimiento de causa, pero cuando las conversaciones versan sobre la educación de la juventud actual créanme que sé bastante bien lo que digo, pues me dedico profesionalmente a fatigar aún más mis castigadas cuerdas vocales para que un escasísimo porcentaje de la adolescencia del momento tenga unos conocimientos básicos de matemáticas. Dicho esto, quisiera compartir con ustedes mi visión sobre el futuro que nos espera.

Como principal objetivo es mi deseo demostrar (matemática palabra donde las haya) que realmente la situación es preocupante, mucho más de lo que pueda parecer desde fuera. En una segunda parte de esta entrada quizá me dedique a indagar en el asunto buscando a quien culpar, pero antes de buscar al asesino quisiera convencerles de que realmente existe un crimen que resolver.

Leí en cierta ocasión que existen tres tipos de mentiras: las grandes mentiras, las mentiras piadosas y las estadísticas, y no les quepa duda de que estas últimas pueden ser las más peligrosas con diferencia. Intentaré aclarar dónde reside el peligro referido al tema que nos ocupa, y qué mejor para su comprensión que un ejemplo real. Visualicen un grupo de 2º de ESO, sujetos de 13 y 14 años en su mayoría, donde tenemos matriculados 25 alumnos (número que, por cierto, excede con mucho el que preveía la LOGSE en sus comienzos). Llegamos al ansiado final de curso, pasa junio e, incluso, pasan los socorridos exámenes de septiembre. Concluido todo el proceso de evaluación hemos de elaborar una pequeña estadística para el archivo. En este caso, de los 25 alumnos van a proporcionar a tercer curso una veintena, mientras que cinco de ellos tendrán que recibir de nuevo las mismas clases con los mismos temarios, a ver si aunque sea por aburrimiento asimilan alguna culturilla para el futuro. La cuestión es que visto así uno tiende a pensar que la situación no es tan preocupante. Incluso en las décadas de los 70 y los 80, la época que los docentes experimentados consideran la más fructífera en cuanto a estudios, podría aceptarse como un resultado relativamente normal.

Ahora bien, vamos a analizar esos veinte alumnos que prosiguen con aparente éxito su andadura por la secundaria. Resulta que de este conjunto, seis de ellos habían sufrido con anterioridad la crudeza de la repetición de curso en sus carnes, por lo que su promoción es automática por imperativo legal. Por otro lado, nueve alumnos alcanzan la siguiente cota con una o dos asignaturas pendientes, de los cuales cuatro de ellos realmente merecían tener en su boletín tres o cuatro materias con calificación inferior a cinco, pero desde la dirección se presiona para que se les perdone alguna con la finalidad de no formar un tapón irreversible de alumnos en ese nivel (imaginen en un centro 800 alumnos entre primero y segundo y 50 entre tercero y cuarto). Luego tenemos a dos alumnos de los que modernamente se designan como alumnos de necesidades educativas específicas, es decir, chicos cuyo cociente intelectual no les permite alcanzar los objetivos propuestos para el nivel en el que están ubicados y hay que rebajarles el mismo hasta que lo alcancen. Francamente, en toda mi etapa estudiantil no conocí ni un solo caso de estas características. ¿Casualidad? ¿Es que ahora las criaturas nacen más atontadas que antes? ¿O es que necesitamos que los alumnos promocionen a cualquier precio? Creo que sé la respuesta, pero con su permiso me la guardo para mí. Y retomando a nuestro grupo, no nos olvidemos del alumno que, el pobre, aunque no sabe ni hacer la “o” con un canuto, siendo el único que siempre está calladito y nunca molesta, no le vamos a obligar a repetir. Si ahora hacemos recuento y mi capacidad operadora no me falla tras tantos años de calculadoras nos quedan únicamente dos alumnos que realmente merezcan cursar tercero con todas las de la ley. ¿Asusta el dato? A mí personalmente sí, sobre todo comparado con la bonita estadística de los veinte alumnos que pasaban de curso. Además, olvidé mencionar que cuando alguno de nuestros alumnos se cansa de vernos las caras y opta por dejar de acudir al centro, aún siguiendo matriculado, deja de tenerse en consideración en las estadísticas, con lo que éstas son aún más engañosas si cabe.

Así están las cosas. Sólo me queda recomendarles que a la hora de juzgar académicamente a un adolescente, hijo, familiar o simplemente conocido, en lugar de evaluarlo por el curso en el que esté o, incluso, por los valores numéricos que aparecen en su boletín, júzguenlo por lo que realmente sabe y así se harán una idea mucho más acertada y fiable del porvenir que tendrán que afrontar ellos y de los futuros profesionales a los que nos tendremos que enfrentar nosotros.

martes, 19 de enero de 2010

Presentación

Me considero un escritor frustrado. Es innegable. Ni tengo talento, ni tengo imaginación, ni tengo paciencia. Soy de números, qué le vamos a hacer. En cualquier caso, como lo cortés no quita lo valiente, sí que siento eventualmente fuertes deseos de acomodarme cara a cara con mi maltratado ordenador y plasmar con mi limitado vocabulario las pocas ideas que muy raramente se dejan ver por mi cabeza. Nunca he escrito nada serio, todo sea dicho, solamente pequeños relatos para uso casi personal, pero ahora me siento animado a practicar mi estilo literario aunque únicamente sea a base de pequeños artículos virtuales expuestos, o, como se dice en la jerga, colgados en este humilde blog que nace con la única intención de servir de escaparate para plasmar mis modestas ideas, inquietudes o, simplemente, curiosidades.


Mi nombre virtual será desde este instante Odiseo, en honor a aquel de quien desgraciadamente recordamos solamente su nombre latino: Ulises. Como él, también pretendo viajar por diversos mundos imaginarios, solo o en compañía, enfrentándome sin temor a cíclopes y lotófagos o disfrutando de la cálida compañía de Calipso o del encantador cántico de las sirenas. Quizá mi particular odisea literaria se originó cercano yo a la mayoría de edad. Hasta entonces solía escribir todo tipo de trabajos para las diversas asignaturas que intentaban ampliar mi cultura, pero jamás me planteé juzgar esos escritos desde un punto de vista novelístico. A escasos meses de comenzar mi periplo universitario, finalizando la secundaria, fui seleccionado durante una clase para leer, en voz alta y ante una veintena de compañeros, un breve comentario de texto sobre un artículo de cuyo autor no logro acordarme. Tras finalizar mis breves momentos de gloria quedé a la expectativa de la crítica de mi profesor de lengua española. Unos eternos segundos de silencio precedieron a un gesto, entre asintiendo y negando, de mi educador y a sus alentadoras palabras: “Señor Odiseo, vamos a tener que sacarle a leer más a menudo”. Los mismos puntos de autoestima que subieron tras estos vocablos bajaron de nuevo tras oír la continuación de la frase: “pues tiene usted una voz realmente bonita”. ¿Ya? ¿Eso era todo? Ni un solo comentario a mi ídem, aunque fuera alguna piadosa crítica constructiva. Nada. Supongo que me dio por caso perdido. “Bueno”, pensé, “al menos quizá tenga futuro como cantante con mi bonita voz”. Pero no era eso en lo que yo pensaba en ese momento. Quizá mi problema estuviera en la motivación. Al igual que sucede con el célebre compositor, creado por Les Luthiers, Johann Sebastian Mastropiero, siempre que componía por encargo hacía obras mediocres, vacías, insulsas. En cambio, cuando solamente obedecía a su inspiración, jamás escribió una nota.


Bromas aparte, si bien comparto la opinión de mi antiguo maestro de que mi futuro no está en las letras (no en vano me dedico profesionalmente a otro arte, tanto o más respetable aún, que son las matemáticas), no puedo ni quiero dejar de intentar convertirme, aunque amateur, en un pequeño escritor.


Bienvenido a mi odisea y espero que me acompañes durante los días, semanas, meses o años que mi inspiración siga en funcionamiento y me permita transmitiros mis opiniones, críticas, inquietudes, curiosidades o simples anécdotas sin más pretensiones que disfrutar escribiendo y darte la oportunidad de leerme. ¡Ítaca, allá vamos!