viernes, 29 de enero de 2010

Asignatura pendiente

Si existe alguna que mereciera en mi vida estudiantil el calificativo de asignatura pendiente esa es la historia. Aunque para ser más precisos, ya que siempre logré, no sin ciertos apuros, superarla académicamente, debiera decir el gusto por esa materia. Así es, puedo afirmar sin pudor que todo aquello que mis antiguos maestros y profesores procuraron inculcarme fue gratamente recibido, en mayor o menor medida, por mi inquieto intelecto. Salvo la historia. Jamás alcancé a comprender, ni siquiera hoy, veinte años después, la practicidad de esos incansables listados de datos objetivos que se esfumaban de mi cabeza escasamente cinco minutos después de haberlos vomitado sin más en ese folio blanco que convertía con mis palabras en un examen aprobado. Tras una larga búsqueda del motivo de este desagrado historial, creo que comencé a comprender ese rechazo que sentía hacia esos libros llenos de fechas y de regios nombres en un momento puntual, cuando recién alcanzaba mis doce otoños de vida. De no ser así imagino que no recordaría tan detalladamente la escena que paso a revivir. Iniciábamos en esas fechas nuevo tema (o unidad didáctica, como nos hacen llamarlo actualmente) referido a una época relativamente reciente en la historia de España. Habíamos retrocedido hasta los años veinte del siglo pasado, durante la dictadura de Primo de Rivera. En un momento determinado opté por desviar la atención del maestro unos segundos y adelanté un grupo de páginas hasta alcanzar la última del tema en cuestión. Esas últimas hojas de cada sección del somnífero volumen acostumbraban a desarrollar en brevísimos párrafos pequeñas anécdotas o curiosidades referidas al contenido tratado, las cuales, por descontado, por falta de tiempo material nunca se incluían en las preguntas de examen, lo cual era equivalente a decir que nadie las leía tan siquiera. No pude sino fijar mi penetrante mirada en una fotografía en blanco y negro ubicada en la esquina superior derecha, pues a mi entender resultaba contraproducente toparse en cualquier libro de texto con la imagen de un futbolista. Se trataba en esta ocasión del portero Ricardo Zamora, según las anotaciones hechas al margen, un auténtico ídolo deportivo y fenómeno de masas en aquella década. Claro, discurrí exaltado, esto también es historia, cualquier persona, descubrimiento o acontecimiento ocurrido en tiempo pasado puede ser considerado como parte de la misma. Entonces, ¿porqué se empeñan en hacernos creer que ésta se reduce a guerras, reinados y algún que otro descubrimiento? Eso pensé y eso sigo pensando a día de hoy.
No seré yo quien niegue que las guerras acontecidas o los monarcas que impusieron sus leyes marcan considerablemente el devenir de una época, pero afortunadamente para el mundo existen innumerables factores que la pueden llegar a definir con mucha mayor precisión. Me siento incapaz de resistirme a recitarles estas siete palabras de don Silvio Rodríguez: los hombres sin historia son la historia. Pensemos si no en la prehistoria. Es imposible conocer un solo nombre propio de esos remotos tiempos ancestrales, mas, sin embargo, hemos conseguido descubrir ciertas costumbres y avances del hombre (entiéndase la humanidad) tanto de Cromañón y de Neanderthal como de sus primos hermanos. Lo chocante del asunto es que cuando nos ponen a prueba sobre nuestra cultura acerca de, por ejemplo, el siglo XV, nuestra mente evoca sin vacilar el descubrimiento de América o la expulsión de los musulmanes de la península por parte de los Reyes Católicos, pero la inmensa mayoría de nosotros, ustedes mis lectores y yo, no lo nieguen, no tenemos ni idea de generalidades del hombre de a pie. En qué trabajaban o a qué dedicaban su tiempo libre son preguntas que estoy convencido tienen respuestas conocidas, pero que los libros de historia jamás nos dieron.
Sería ciertamente triste que a cada uno de nosotros nos recordaran exclusivamente por dos o tres acontecimientos puntuales de nuestra existencia. Afirmo con la mano en el fuego que todos esperamos que, amén de esos dos o tres hechos, se recuerde nuestro carácter, nuestro trabajo diario, nuestro trato a nuestros semejantes, en fin, que se nos recuerde a nosotros, no a lo que hicimos el dieciséis de abril en que teníamos veinticinco años. Igualmente considero que lo justo sería que, cuando la imparable línea del tiempo alcance el venidero vigésimo segundo siglo, se conozca este principio de milenio, mal que me pese, como una época donde la gente disfrutaba escuchando la vida privada de otra gente destinada a tal efecto y desperdiciando periodos de casi dos horas observando con milimétrica precisión como veintidós sujetos en calzoncillos patean sin piedad un esférico.
Pidiendo mi más sincero perdón por esta inevitable crítica social que mis dedos transcribieron casi sin poder yo controlarlo, volvemos al asunto que nos ocupa.
Si, como es dicho recurrente entre los defensores de esta materia, debemos conocer nuestro pasado para encarar con garantías nuestro presente, quizá nos fuera mucho más útil conocer la vida de quienes fueron nuestros iguales de hace algunos años o siglos que conocer las peripecias, devaneos y heroicidades de los más variopintos monarcas, especialmente porque dudo fervientemente que ni un servidor ni ustedes, compañeros de fatigas, alcancemos jamás a saber lo que se siente postrado en un sillón real (si casualmente don Juan Carlos está leyendo estas líneas le mando un fuerte abrazo y le pido mil disculpas por englobarlo en el mismo grupo que el resto de sus plebeyos).
Así pues, confío en que después de mis delirios literarios nadie me considere un detractor del estudio de la historia. Nada más lejos de la realidad. Quiero y deseo que se nos enseñe toda la historia, toda, saber cómo fueron nuestros antepasados, qué avances científicos hubo, cómo se evolucionó de los vestidos del siglo XVI a los vaqueros de hoy, quiénes eran los admirados ídolos de nuestros tataratataratatarabuelos, en fin, tantas y tantas cuestiones que podremos, sin duda, investigar por nuestra cuenta pero que deberían ser patrimonio de la humanidad y estar dentro de nuestra cultura general básica.

martes, 26 de enero de 2010

En defensa de la palabrota

Hoy vengo dispuesto a romper una lanza en favor de esos vocablos incomprendidos. Palabrotas, tacos, palabras malsonantes… han recibido todo tipo de calificativos despectivos, pero qué escaso número de veces han sido evaluadas con justicia. Mi defensa es, no se dude, acerca de su uso, no de su abuso. Créanme que no hay en el universo oídos más deseosos de ensordecer que los de un servidor cuando se topan irremediablemente con esas bocas cuyo lenguaje se reduce a este compendio de palabras. Lo saben ustedes tan bien como yo, hay gente con la que uno siente la fuerte tentación de disolverle un diccionario en la sopa a ver si así amplían un poco su vocabulario, joder.
Exceptuando casos extremos como estos, el uso de las palabrotas colabora notablemente a otorgar a nuestras frases un tono y una carga emocional que difícilmente podrían adquirir simplemente con las expresiones políticamente correctas. Por ejemplificarles vagamente lo que intento trasmitirles les puedo contar que, mientras ejerzo mi labor como docente, hago de tripas corazón para no dejar escapar ninguna obscenidad delante de esos treinta adolescentes que cada día tienen menos interés en sus estudios y más ganas de tocar los cojones. Pero, como errare humanum est, es inevitable que en puntuales momentos de enojo y alteración máxima no sea capaz de controlar ese vocablo malsonante que produce en mis alumnos un doble efecto: por un lado, sus ojos me acosan como queriéndome avisar; “profe, has dicho un taco”; por otro lado, su boca y el resto de sus músculos quedan en reposo parcial, pues son conocedores de mi estado de cabreo y disgusto con ellos. No dudo que cada cual tendrá su propio ejemplo personificado de situaciones en las cuales, siendo él el acusado o el acusador, la sensación que se transmite en el ambiente dista mucho en función del lenguaje utilizado para expresar el mensaje en cuestión.
Pero es irremediable la censura. Si salvamos ciertas tertulias televisivas en las que las palabrotas copan el ochenta por ciento de las conversaciones, el taco está moralmente prohibido. Si eres niño, tus padres, familiares y maestros te tienen constantemente amenazado con tu más temido castigo si tus cuerdas vocales entontan cualquiera de esas incomprendidas palabras. Si eres adulto, amen de mirarte, no mal, sino fatal, si invocas a alguno de estos demonios del lenguaje, es tu obligación como padre, madre, familiar, profesor, vecino o cualquier rango que te acerque mínimamente a una inocente e infantil criatura, mantenerte alejado de los mentados diablillos verbales. ¡La libertad de expresión se va al garete, cagontó!
A riesgo de poder parecer repetitivo volveré a hacer notar que no hay nada más lejos de mi finalidad que convertirnos a todos en unos malhablados empedernidos. Seguro que hay por ahí algún cabrón que pretende tergiversar mis palabras y acusarme de desertor del buen hablar, cuando no existe afirmación más alejada de la realidad. Únicamente defiendo la posibilidad de guardar dentro de nuestro baúl de vocablos y expresiones aquellas que explotadas con mucha frecuencia pueden causar un coma profundo en tímpanos ajenos y descender considerablemente nuestro listón cultural, pero que si las utilizamos en el lugar preciso y en el momento exacto nos facilitarán la tarea, a veces harto compleja, de trasmitir a nuestro interlocutor con mayor fidelidad las sensaciones, habitualmente negativas, que recorren cosquilleantes y pícaras nuestro ser.
Concluyo este breve ensayo sobre la palabrota esperando que haya sido de su agrado y con una propuesta experimental e interactiva. Si dispone de un par de minutos relea estas líneas pero haga las siguientes sustituciones: cambie “joder” por “cáspita”, sustituya “tocar los cojones” por “molestar”, reemplace “cagontó” por “caracoles” y, por último, suprima del texto la palabra “cabrón” y añada en su lugar la expresión “mala persona”. ¿Nota la diferencia? Quizá no, pero yo sí que la aprecio. Le animo a que relate al resto de lectores la diferencia de sensaciones entre ambas lecturas.

sábado, 23 de enero de 2010

Dudando si dudar

Tenía yo dieciséis años cuando incorporé a mi vocabulario la palabra “escéptico”. La escuché por primera vez en referencia a una doctrina filosófica de la antigua Grecia, pero su significado actual era quizá uno de los adjetivos que mejor me definían. Desconozco si es una virtud o un defecto, pero casi desde que mi raciocinio comenzó su madurez he sido un escéptico de pies a cabeza. Comencé sin piedad a cuestionar todo lo que veía, leía u oía, y es una experiencia que recomiendo fervientemente a todo aquel que desee sentirse por unos instantes juez (y parte) de su propio mundo.


No tienen ustedes más que tomar para muestra dos periódicos, dos emisoras de radio o dos cadenas televisivas cuyo posicionamiento político sea diametralmente opuesto. A veces uno pudiera pensar que ha comprado la prensa de dos días distintos, pues la diferencia de los datos resulta realmente espeluznante, incluso cuando se trata de datos a priori objetivos. Además, para mayor ironía, ninguno de los dos suele relatar el acontecimiento con excesiva veracidad.


Me encuentro, no obstante, en la obligación de aclarar que el hecho de cuestionar todo aquello que se cruza en el camino no significa en absoluto que la mente sea capaz de vislumbrar una solución satisfactoria para cada encrucijada. Nada más lejos de la realidad. Lo más habitual es que la duda se convierta en nuestra fiel acompañante durante un amplio abanico de los devaneos de nuestro espíritu. La opción más probable es crecer con una infinidad de misteriosos asuntos sin respuesta concisa, pero me consuela el saber que al menos nadie logrará que acepte sin más sus engaños.


Intentando evitar cualquier inoportuno malentendido no desaprovecharé la ocasión de precisar que no se me debe considerar con una persona de mentalidad e ideas cerradas, lo que en el lenguaje coloquial llamaríamos un cabezón. Mis opiniones pueden variar perfectamente y soy capaz de aceptar sin regañadientes cualquier certeza siempre que los argumentos y palabras sean lo suficientemente convincentes. No en vano, y siendo hombre de ciencias, en más de una ocasión me he visto forzado a respetar y compartir teorías o resultados que, siendo contrarios a mi intuición, me han sido demostrados con rigor científico. Cuando la ciencia habla, la intuición, aunque suela ser quien origina todo descubrimiento, debe mantenerse al margen.


Lo curioso del asunto, sincerándome ante ustedes, es que a veces, como dice el título de esta entrada, dudo si debo seguir dudando de todo. Dudar, sin duda, es bueno, nos abre la mente y nos prepara ante los peligros imprevisibles de la vida. Mas cuando observamos a individuos, por su carácter, más ingenuos, más cándidos, pero felices en su inocencia, sin explotar sus neuronas con incógnitas en su mayoría escasamente prácticas, es inevitable sentir un punto de envidia. ¿Por qué abrumar a nuestro cerebro con incertidumbres sobre la certeza de la llegada del hombre a la luna en agosto de 1969 pudiendo simplemente deleitarse y jactarse de la superioridad del homo sapiens con respecto al resto de razas vivientes, conocidas y por conocer? Supongo que es algo que no podemos elegir. Hay personas que, por su propia naturaleza, tienen una ardorosa tendencia a creer cualquier cosa que reciben sus cinco sentidos y gente que, mal que le pese a muchos políticos y gente con ansias de convertirnos en marionetas, continuaremos desconfiando de todo, especialmente de ellos.


En cualquier caso, con la finalidad de poder sentir eventualmente una sensación con ciertas similitudes a la ingenuidad, de un tiempo a esta parte he optado por buscar una posición salomónica. Como dicen que en el medio está la virtud, procuro, en la medida que mi inquieta vena científica me lo permite, preguntarme solamente lo imprescindible, aparcar mis dudas cuando no sean estrictamente necesarias y dedicarme al deleite del espíritu a través de los sentidos. Ese es mi amigable consejo. No dejen nunca de dudar, pero a la vez que dudan, plantéense si la respuesta a cada una de esas preguntas les son realmente necesarias. Sean capaces de deleitarse unos minutos siguiendo con su mirada el planear de una gaviota sin preguntarse si realmente es una especie nacida de la evolución darwiniana o proceden de algún extraño experimento genético y, como en su momento visualizó Hitchcock, un día se revelarán contra la humanidad.

viernes, 22 de enero de 2010

Hablemos de educación

Quizá si se debatiera sobre cualquier otro tema alguien podría objetar que critico sin conocimiento de causa, pero cuando las conversaciones versan sobre la educación de la juventud actual créanme que sé bastante bien lo que digo, pues me dedico profesionalmente a fatigar aún más mis castigadas cuerdas vocales para que un escasísimo porcentaje de la adolescencia del momento tenga unos conocimientos básicos de matemáticas. Dicho esto, quisiera compartir con ustedes mi visión sobre el futuro que nos espera.

Como principal objetivo es mi deseo demostrar (matemática palabra donde las haya) que realmente la situación es preocupante, mucho más de lo que pueda parecer desde fuera. En una segunda parte de esta entrada quizá me dedique a indagar en el asunto buscando a quien culpar, pero antes de buscar al asesino quisiera convencerles de que realmente existe un crimen que resolver.

Leí en cierta ocasión que existen tres tipos de mentiras: las grandes mentiras, las mentiras piadosas y las estadísticas, y no les quepa duda de que estas últimas pueden ser las más peligrosas con diferencia. Intentaré aclarar dónde reside el peligro referido al tema que nos ocupa, y qué mejor para su comprensión que un ejemplo real. Visualicen un grupo de 2º de ESO, sujetos de 13 y 14 años en su mayoría, donde tenemos matriculados 25 alumnos (número que, por cierto, excede con mucho el que preveía la LOGSE en sus comienzos). Llegamos al ansiado final de curso, pasa junio e, incluso, pasan los socorridos exámenes de septiembre. Concluido todo el proceso de evaluación hemos de elaborar una pequeña estadística para el archivo. En este caso, de los 25 alumnos van a proporcionar a tercer curso una veintena, mientras que cinco de ellos tendrán que recibir de nuevo las mismas clases con los mismos temarios, a ver si aunque sea por aburrimiento asimilan alguna culturilla para el futuro. La cuestión es que visto así uno tiende a pensar que la situación no es tan preocupante. Incluso en las décadas de los 70 y los 80, la época que los docentes experimentados consideran la más fructífera en cuanto a estudios, podría aceptarse como un resultado relativamente normal.

Ahora bien, vamos a analizar esos veinte alumnos que prosiguen con aparente éxito su andadura por la secundaria. Resulta que de este conjunto, seis de ellos habían sufrido con anterioridad la crudeza de la repetición de curso en sus carnes, por lo que su promoción es automática por imperativo legal. Por otro lado, nueve alumnos alcanzan la siguiente cota con una o dos asignaturas pendientes, de los cuales cuatro de ellos realmente merecían tener en su boletín tres o cuatro materias con calificación inferior a cinco, pero desde la dirección se presiona para que se les perdone alguna con la finalidad de no formar un tapón irreversible de alumnos en ese nivel (imaginen en un centro 800 alumnos entre primero y segundo y 50 entre tercero y cuarto). Luego tenemos a dos alumnos de los que modernamente se designan como alumnos de necesidades educativas específicas, es decir, chicos cuyo cociente intelectual no les permite alcanzar los objetivos propuestos para el nivel en el que están ubicados y hay que rebajarles el mismo hasta que lo alcancen. Francamente, en toda mi etapa estudiantil no conocí ni un solo caso de estas características. ¿Casualidad? ¿Es que ahora las criaturas nacen más atontadas que antes? ¿O es que necesitamos que los alumnos promocionen a cualquier precio? Creo que sé la respuesta, pero con su permiso me la guardo para mí. Y retomando a nuestro grupo, no nos olvidemos del alumno que, el pobre, aunque no sabe ni hacer la “o” con un canuto, siendo el único que siempre está calladito y nunca molesta, no le vamos a obligar a repetir. Si ahora hacemos recuento y mi capacidad operadora no me falla tras tantos años de calculadoras nos quedan únicamente dos alumnos que realmente merezcan cursar tercero con todas las de la ley. ¿Asusta el dato? A mí personalmente sí, sobre todo comparado con la bonita estadística de los veinte alumnos que pasaban de curso. Además, olvidé mencionar que cuando alguno de nuestros alumnos se cansa de vernos las caras y opta por dejar de acudir al centro, aún siguiendo matriculado, deja de tenerse en consideración en las estadísticas, con lo que éstas son aún más engañosas si cabe.

Así están las cosas. Sólo me queda recomendarles que a la hora de juzgar académicamente a un adolescente, hijo, familiar o simplemente conocido, en lugar de evaluarlo por el curso en el que esté o, incluso, por los valores numéricos que aparecen en su boletín, júzguenlo por lo que realmente sabe y así se harán una idea mucho más acertada y fiable del porvenir que tendrán que afrontar ellos y de los futuros profesionales a los que nos tendremos que enfrentar nosotros.

martes, 19 de enero de 2010

Presentación

Me considero un escritor frustrado. Es innegable. Ni tengo talento, ni tengo imaginación, ni tengo paciencia. Soy de números, qué le vamos a hacer. En cualquier caso, como lo cortés no quita lo valiente, sí que siento eventualmente fuertes deseos de acomodarme cara a cara con mi maltratado ordenador y plasmar con mi limitado vocabulario las pocas ideas que muy raramente se dejan ver por mi cabeza. Nunca he escrito nada serio, todo sea dicho, solamente pequeños relatos para uso casi personal, pero ahora me siento animado a practicar mi estilo literario aunque únicamente sea a base de pequeños artículos virtuales expuestos, o, como se dice en la jerga, colgados en este humilde blog que nace con la única intención de servir de escaparate para plasmar mis modestas ideas, inquietudes o, simplemente, curiosidades.


Mi nombre virtual será desde este instante Odiseo, en honor a aquel de quien desgraciadamente recordamos solamente su nombre latino: Ulises. Como él, también pretendo viajar por diversos mundos imaginarios, solo o en compañía, enfrentándome sin temor a cíclopes y lotófagos o disfrutando de la cálida compañía de Calipso o del encantador cántico de las sirenas. Quizá mi particular odisea literaria se originó cercano yo a la mayoría de edad. Hasta entonces solía escribir todo tipo de trabajos para las diversas asignaturas que intentaban ampliar mi cultura, pero jamás me planteé juzgar esos escritos desde un punto de vista novelístico. A escasos meses de comenzar mi periplo universitario, finalizando la secundaria, fui seleccionado durante una clase para leer, en voz alta y ante una veintena de compañeros, un breve comentario de texto sobre un artículo de cuyo autor no logro acordarme. Tras finalizar mis breves momentos de gloria quedé a la expectativa de la crítica de mi profesor de lengua española. Unos eternos segundos de silencio precedieron a un gesto, entre asintiendo y negando, de mi educador y a sus alentadoras palabras: “Señor Odiseo, vamos a tener que sacarle a leer más a menudo”. Los mismos puntos de autoestima que subieron tras estos vocablos bajaron de nuevo tras oír la continuación de la frase: “pues tiene usted una voz realmente bonita”. ¿Ya? ¿Eso era todo? Ni un solo comentario a mi ídem, aunque fuera alguna piadosa crítica constructiva. Nada. Supongo que me dio por caso perdido. “Bueno”, pensé, “al menos quizá tenga futuro como cantante con mi bonita voz”. Pero no era eso en lo que yo pensaba en ese momento. Quizá mi problema estuviera en la motivación. Al igual que sucede con el célebre compositor, creado por Les Luthiers, Johann Sebastian Mastropiero, siempre que componía por encargo hacía obras mediocres, vacías, insulsas. En cambio, cuando solamente obedecía a su inspiración, jamás escribió una nota.


Bromas aparte, si bien comparto la opinión de mi antiguo maestro de que mi futuro no está en las letras (no en vano me dedico profesionalmente a otro arte, tanto o más respetable aún, que son las matemáticas), no puedo ni quiero dejar de intentar convertirme, aunque amateur, en un pequeño escritor.


Bienvenido a mi odisea y espero que me acompañes durante los días, semanas, meses o años que mi inspiración siga en funcionamiento y me permita transmitiros mis opiniones, críticas, inquietudes, curiosidades o simples anécdotas sin más pretensiones que disfrutar escribiendo y darte la oportunidad de leerme. ¡Ítaca, allá vamos!