martes, 21 de agosto de 2012

Extremismos publicitarios

Hoy tengo intención de hablar de la publicidad en la televisión, eso que tantos de nosotros hemos maldecido en un sin fin de ocasiones. Y es que, como en tantas otras situaciones, qué difícil resulta buscar el punto intermedio de las cosas. Parece que siempre tenemos que elegir entre el blanco o el negro, cuando resultaría tan bonito poder optar por el gris azulado. En televisión ocurre eso mismo, o bien nos resignamos a zamparnos cortes de veinte minutos en lo más interesante de nuestros programas o películas favoritos, o bien nos los tenemos que tragar de golpe y sin un mísero minuto de descanso.

Por una parte tenemos las cadenas privadas, las que rivalizan por ver cuál de ellas nos bombardea con mayor efectividad y durante mayor tiempo. A veces no nos damos cuenta, pero hay ocasiones en que durante cada hora de programación emiten más de veinte minutos de secuencias propagandísticas, lo cual viene siendo una tercera parte de la emisión. No creo que yo sea el único que, cuando acaba este eterno periodo de anuncios, ni se acuerda de qué diantres estaba viendo. Además, últimamente tienen la poca vergüenza de comprar nuestra permanencia en ese canal poniendo avisos de “volvemos en seis minutos”. ¿Realmente les parecen pocos seis minutos de anuncios? Hombre, comparados con las dos decenas que nos colocan habitualmente, seis minutos no son nada, pero tampoco me parece algo de lo que enorgullecerse. Además, dicho sea de paso, esos minutos que, según ellos, debemos esperar, nunca son exactos, siempre son, como mínimo, cuarenta segundos más de lo que dicen. No es que sea demasiado el error, pero, qué quieren que les diga, no me hace ninguna gracia que me tomen por tonto.

Y, aunque no sea el tema principal que pretendía tratar, aprovecharé para criticar la simultaneidad de los cortes en las cadenas del mismo grupo. Cuando la cadena principal pega el corte, lo tienen que hacer también todas las asociadas. Lo gracioso es que dan paso a la publicidad donde toque, cortando escenas, estropeando frases e, incluso, en medio de un opening. Además de quedar de lo más cutre, creo que resulta perjudicial para los propios canales, pues los que tenemos la sana costumbre del zapeo en estas interrupciones nos saltamos olímpicamente el resto de canales de la familia, sabedores de que su contenido será el mismo que estábamos viendo antes de comenzar nuestro desplazamiento dactilar por el mando. En fin, ellos sabrán.

En contraposición a estas reiteradas quejas viene en nuestro rescate la televisión pública con la flamante teoría de que algo que se haga llamar público no debe tener relación alguna con empresas privadas. Dicho esto, desde hace unos años quitaron tajantemente la publicidad de estas cadenas. Aquí ya podemos encontrar una amplia diversidad de opiniones. Yo les voy a exponer aquí la mía.

Por un lado, las quejas anteriormente mencionadas, creo, no iban contra la publicidad, sino contra el exceso de ésta. A mí, personalmente, no me molesta algún minutito suelto en mitad de una emisión por si me apetece ir a beber agua o atender algún asunto pendiente con el señor Roca. Pero vamos, que para eso me basta con un par de minutos, incluso suponiendo que la reunión con don Roca se alargase algo más de la cuenta. Imagínense, hace unos meses pusieron Lo que el viento se llevó sin cortes. Cuatro horas en las que, o bien aguantas cualquier tipo de necesidad que tu cuerpo te requiera, o te resignas a perderte parte de la película.

Añadido a esto tenemos la pérdida de una importantísima fuente de ingresos para subvencionar toda la programación, quedando todo a expensas del dinero público que, como todos sabemos, es más bien escaso. Si en España sobrara el dinero y no supiéramos qué hacer con él, pues quizá podríamos permitirnos tranquilamente ese lujo, pero me temo que no es el caso.


Y, por último, no se han suprimido por completo los cortes en estos canales. Entre programa y programa siempre cae algún “volvemos en dos minutos”, pero que se limitan a promocionar sus propias series, programas o, incluso, algún disco o libro patrocinado por ellos mismos. Absurdo, pues uno se pregunta: ¿qué interés tienen en publicitarse a ellos mismos? La respuesta posible sería el interés por el aumento de la audiencia. Ahora bien, ese interés de una cadena por su audiencia solamente es justificable cuando una empresa privada, interesada en estropearnos una película intercalándose entre sus fotogramas, busca invertir en el canal con mejor audiencia para rentabilizar mejor su inversión. Pero si recordamos que nuestras cadenas públicas no emiten anuncios privados, queda anulada esta teoría y a un servidor lo dejan sin saber qué pensar. En el caso de los blogueros, que publicamos sin ningún ánimo de lucro, tenemos la propia satisfacción personal, ese pequeño cosquilleo que nos invade cada vez que vemos que tenemos un nuevo seguidor o que alguien ha comentado una entrada de nuestro rincón, pero dudo mucho que los dirigentes de estas cadenas busquen algo distinto a ese poderoso caballero que es don dinero.

En resumen, y al igual que empecé, defiendo la búsqueda del punto intermedio, de ese color que está entre el blanco y el negro, que la mayoría de veces no son las cosas en sí las que son malas, sino su exceso. Anuncios sí, pero sin agobiar. Ya lo decían los griegos: μήδεν άγαν, esto es, “nada en exceso”. 

sábado, 4 de agosto de 2012

Pasión nacional forzada

Quería comenzar esta entrada felicitando, de forma virtual y sin ninguna esperanza de que estas líneas lleguen a sus ojos, a Roger Federer por su victoria en Wimbledom el pasado mes de julio. Es un deportista al que admiro bastante, tanto como persona, por su humildad y su simpatía, como tenista, por su elegancia y su saber ganar y perder. Me alegré tanto por su victoria sobre Djokovic como por su vuelta al número uno del ranking de la ATP después de mucho tiempo. Así pues, si lees esto, Roger, te doy mi más sincera enhorabuena; si no lo lees, al menos me quedo con la conciencia tranquila.

Este ligero goce interno me hizo reflexionar sobre la cuestión que me dispongo a tratar, vaya por delante que de forma exclusivamente deportiva, y es ese innato patriotismo que nos invade cada vez que vemos un partido. Parece que estamos obligados, por el mero hecho de haber nacido en determinado país, a apoyar incondicionalmente a cualquiera que comparta nuestra nacionalidad y a desear a toda costa su éxito. Bien pensado, esto condiciona de alguna manera nuestra libertad de pensamiento, ya que da la impresión de que velar por el triunfo de cualquier deportista o equipo de otro país está mal visto. A lo sumo se nos permite opinar bien y recompensar con halagos, pero sin pasarnos, a atletas naturales de lugares lejanos a nuestra querida patria, pero nunca desear que superen a nuestros ídolos nacionales. Quedaremos perfectamente mientras nos restrinjamos a frases como “¡Qué bueno es Federer!” o “¡Vaya revés tiene el tío!”, pero que a nadie se le ocurra decir nada del tipo “Esperemos que en este partido le gane a Nadal”, porque en ese caso seremos tachados inevitablemente de antipatriotas.

No hay que confundir mis palabras con el deseo de que nuestro equipo sea el mejor, practique un juego bonito y nos haga disfrutar. Una cosa es apoyar a alguien porque realmente lo consideramos bueno en su especialidad y otra muy distinta es basándose únicamente en su lugar de nacimiento. De sobra es sabido que cuando se ha enfrentado una selección española (de cualquier deporte) ante otra, siempre hemos deseado que venciera la nuestra, aunque el otro equipo esté resultado netamente superior y con mucha más calidad. Quizá sea un servidor el raro, pero no acabo de entender ese apoyo incondicional basado exclusivamente en la nacionalidad. La magnitud del deporte, pienso, se disfrutaría mucho mejor sin estos fanatismos injustificados. Se puede desear que nuestro paisano juegue mejor, pero, si no es así, no veo motivo para no disfrutar del juego ajeno y alegrarse por ello. Comprendo que el aliciente y la tensión con la que se vive un partido es mucho más motivadora cuando se desea la victoria de uno de los contendientes. Ahora bien, es importante aprender a aceptar una superioridad en cuanto a calidad en el juego, no solamente para poder considerarse un buen perdedor, sino para saborear y exprimir todo lo que nos ofrece esta sana afición que es el deporte.

Unas sensaciones muy similares se me presentan cuando cada año, regular y puntualmente, veo el Festival de Eurovisión. La televisión pública y otros medios de comunicación se empeñan en obligar a nuestros autónomos subconscientes a que han de ansiar el éxito del intérprete español a toda costa. Parece que fuera un crimen el hecho de que a un buen españolito le pueda gustar más cualquiera de las veintitantas canciones restantes y, como jueces justos que pretendemos ser, esperamos ver salir triunfantes a ese cantante que nos ha puesto los pelos de punta por encima de la canción española que apenas nos ha llegado.

Es por esto que me gustaría que, si nos consideramos buenos aficionados a cierto deporte o a cualquier espectáculo subjetivo, no nos rijamos sólo por la ubicación del club o la natalidad del artista, sino que intentemos valorar los méritos puramente profesionales de cada cual y, posteriormente, nos decantemos por nuestro favorito. Yo, por mi parte, me defino sin miedo como un fiel defensor del tenis de Federer por encima del de Rafa Nadal.