lunes, 31 de octubre de 2016

Recomendación


Como hombre de ciencias que soy y que fui ya desde adolescente, siempre tuve algo atragantada la asignatura de lengua española, aunque vaya por delante que sí que me gustaba (prueba de ello es mi actual afición a escribir). Eso sí, algunas cosillas logré retener en mi limitada cabeza, y una de ellas fue el llamado metalenguaje, esto es, hablar del lenguaje a través del propio lenguaje. Pues bien, en esta entrada mi intención es metabloguear, palabrejo que me acabo de inventar y que vendría a ser algo así como hablar sobre los blogs en mi blog.
Cierto es que a día de hoy quizá posea un mayor auge el mundo de los canales de vídeos. Qué le vamos a hacer, la gente prefiere que les den las cosas mascadas y limitarse a ver y escuchar antes que leer. Con todo, los blogs siguen estando ahí presentes, resistiendo como gato panza arriba ante las emboscadas de los partidarios del vídeo y siendo un chaleco salvavidas para aquellos que no se consideran demasiado agraciados para filmarse o que meditan demasiado tiempo una frase antes de reflejarla (me incluyo en ambos grupos).
Igual que en la vida misma, en la existencia de un blog se pueden ir alcanzando diferentes hitos. Los más habituales son los que hacen referencia a alcanzar un cierto valor en algunos de los contadores: número de seguidores, de entradas, de comentarios, etc. Normalmente un bloguero se congratula cuando alcanza una de esas cifras conocidas como “redondas”. Es frecuente leer expresiones del tipo “este blog ha alcanzado la friolera de 100 entradas” o “ya hemos superado los 500 seguidores”. Permítame el lector un breve paréntesis para protestar por el desprecio que este hecho supone hacia el resto de números. ¿Por qué ha de ser el 247 más feo que el 100? ¿Sólo porque no acaba en cero? Protesta hecha, seguimos para bingo.
Ahora bien, no todos los logros de un blog se basan en números y en contabilidades varias, hay otros hechos que pueden ser indicadores bastante fiables de que ese rincón virtual está creciendo. Pregúntenle a cualquier dueño de estos entrañables lugares la cálida sensación al recibir de un homólogo escritor la petición de que los respectivos blogs sean mutuamente enlazados.
Pues bien, a día de hoy, acercándome a los siete años desde que comencé esta odisea cibernáutica, su humilde servidor tiene el placer de anunciar a su fiel tripulación la consecución de otro objetivo: la primera petición para que otro blog sea publicitado en éste que leen ahora mismo. No negaré que me invadió una infantil ilusión al recibir dicha propuesta hace unos días y que hubiera aceptado la invitación aunque la web que me hubieran sugerido publicitar hubiera sido más mala que el hambre, pero en este caso además el placer es doble al saber que el sitio propuesto es realmente interesante y con una calidad palpante, así que le deseo y le auguro un próspero futuro.
Pidiendo perdón a esa persona por el tremendo rollo que precede a la presentación de su rincón (ya saben ustedes que no acostumbro a ser demasiado directo) y respetando su solicitado anonimato, aquí les dejo, fieles lectores, la dirección de ese su blog:


Reiterando mis buenos deseos y aconsejándole que disfrute escribiendo en él, ya que es la forma en la que sus lectores también lo harán leyéndolo, personalmente tomo nota y lo incluyo en la lista de los sitios que gusto de visitar cuando viene a verme ese extraño visitante en estos tiempos llamado tiempo libre. ¡Mucha suerte, psicoanalistas!

sábado, 17 de septiembre de 2016

Predicando con el mal ejemplo


Es frecuente y lógico que el ser humano se alegre de las dichas de aquellos que considera familia o amigos. Si atendemos a la definición de amistad es normal que deseemos que nuestro compañero de pupitre supere con nota el examen, que a nuestro colega laboral le den un cargo importante y que a nuestro querido familiar le suban el sueldo. Ahora bien, quien les escribe considera, y tiene el amable lector total potestad para rebatirme si opina que yerro en esta afirmación, que esos prósperos deseos tienen un límite, y ese límite no es ni más ni menos que nuestra propia persona. Que mi compañero apruebe el control, por supuesto, pero con no más de un ocho y medio que es mi nota, que a mi colega le den un buen puesto en la empresa, pero siempre sin que se eleve sobre mí, y por descontado que mi cuñado, con el que tan buenos ratos paso, puede cobrar lo que quiera siempre que no sobrepase el umbral de mi salario. De no ser así, como seres cívicos y educados que somos, esbozaremos una gran sonrisa y felicitaremos a aquel que acaba de superarnos, pero en lo más profundo de nosotros mismos encontraremos esa incómoda sensación de sentirnos achicados y abatidos.
Mas, remitiéndome a una célebre frase hecha, siempre existe la excepción que confirma la regla, y en este caso dicha excepción viene personalizada por nuestra prole. Si son nuestros hijos los que nos han dejado a la altura del betún, no solamente no nos empequeñecerá sino que nos encontraremos en extremo orgullosos y ansiosos por proclamarlo a los cuatro vientos. Hago esta afirmación a día de hoy cuando ya tengo el honor de ser padre, pero quiero que conste en acta que esta misma opinión habitaba en mi cerebro desde mucho antes de serlo. De siempre he anhelado que cualquier fruto que pudiera engendrar con ayuda de mi santa esposa rebasara mi listón, que fuera mucho más guapo que yo (cosa que, a quién voy a engañar, no le iba a ser muy complicada), que superara mi nivel de estudios y, en general, que triunfara en todos los aspectos de la vida ninguneando mis escasas victorias. Prueba de este hecho que expongo es la célebre frase que los oídos de mis fieles lectores habrán asimilado en alguna ocasión y que reza algo así como “quiero darle a mis hijos todo aquello que no pude tener yo”.
Ahora bien, existe una abismal diferencia entre mi opinión arriba expuesta y la nefasta actitud de algunos padres que pretenden magnificar a sus descendientes a cualquier precio. Aun siendo conscientes de que esos chicos, como todo hijo de vecino, son imperfectos, en primer lugar se desviven por pulir esos defectos (lo cual no sería reprochable de no ser porque a veces esa insistencia se convierte en una tortura para que salten obstáculos mucho más altos que sus propias limitaciones), y si esto no funciona, harán lo inhumano por ocultarlo ante los ojos del prójimo, pasando por la mentira si es preciso. Existen miles de ejemplos, como la típica ornamentación en las notas ante los ojos del vecino del cuarto, pero quisiera centrarme en el aspecto deportivo.
Cuando uno visualiza un partido entre infantes o adolescentes lo que espera ver es un grupo de chicos o chicas que gustan de practicar ese deporte y que disfrutan haciéndolo. En ocasiones es así, pero el verdadero espectáculo se encuentra, paradójicamente, entre los espectadores. Padres al borde del infarto por el fallo del hijo, madres que amenazan al jugador rival que le hizo falta a su retoño, abuelos insultando al árbitro porque consideran que perjudica a su nieto, el pan nuestro de cada día, mas un pan duro y enmohecido. Deseo pensar que en estos vergonzosos momentos dichos progenitores se olvidan de que son el espejo en el que sus hijos se miran, ya que de actuar así siendo conscientes de este hecho se triplicaría la mala imagen que sobre ellos cae ante mis ojos, pero aun sin que su conciencia se percate de ello el efecto es similar: están promulgando un nefasto modelo para su descendencia. Permítame el lector recurrir a palabras de Albert Einstein para darle el toque culto a este ensayo. “Dar ejemplo no es la principal manera de influir sobre los demás; es la única manera”, dijo en alguna ocasión el físico. Así pues, con estos modelos dichos chicos aprenderán a no aceptar sus errores, a culpar a cualquiera que tenga a mano de sus propios fallos y a no acatar de buen grado una derrota.
Todos quisiéramos tener en nuestro libro de familia al futuro fichaje del campeón de la Champions, al científico que descubra la cura del cáncer o al solista del grupo con más discos de platino pero, nos guste o no, esto no podemos elegir. Puede que tu hijo haya nacido con una torpeza innata para patear un balón, que le cueste horrores resolver una simple ecuación o que tenga el mismo sentido musical que una vaca, cosas que por más que nos empeñemos no podremos cambiar. Pero lo que sí podemos hacer y para lo que no se precisa ninguna habilidad extraordinaria es hacer de nuestros sucesores personas sensatas, honradas, humildes, sensibles, trabajadoras y educadas. Vamos, lo que vulgarmente se conoce como “una buena persona”.

viernes, 19 de agosto de 2016

Pendiende del dependiente


Supongo que quien más o quien menos todos ustedes habrán oído hablar de la ley de Murphy. Sí, esa misma, esa que afirma que si algo puede salir mal, saldrá efectivamente mal, o en su versión concreta más afamada, que si una tostada se te cae al suelo siempre caerá dejando hacia abajo el lado de la mantequilla. A raíz de ahí se han divulgado una inmensidad de otros casos particulares de esta regla. Permítanme enunciar uno con los que más me siento identificado, al que sarcásticamente han llamado principio de Aspirino, y que viene a decir que cuando se abra la caja de un medicamento siempre se hará por el lado donde está el prospecto. Pues bien, deseando que no exista algo similar, hoy me tomo la libertad de enunciar otro nuevo caso de esta ley, el que voy a llamar principio del dependiente: si entras a una tienda con la simple intención de mirar o echar un ojo, se te vendrán encima varios dependientes ofreciéndote su ayuda y preguntándote de todo; sin embargo, si vas necesitando a alguien de la empresa para realizar una consulta, no habrá nadie hasta donde te alcance la vista o si los hay estarán ocupados y con algún otro cliente indeciso que no lo soltará hasta pasados varios minutos.
Lo sé, es un enunciado demasiado largo, eso tengo que perfeccionarlo, pero creo que la idea está clara. Si acaso soy el único al que le ocurre esta curiosa circunstancia rogaría a mis amables lectores que me lo hicieran saber, pero no creo ser alguien tan excepcional y especial. Y, la verdad, no sé cuál de las dos partes del principio del dependiente me resulta más molesta, si la de ser avasallado cuando quiero recrearme en mi desinteresado ojeo por la tienda o la impotencia de no conocer algún dato de ese producto de mi interés y no dar con alguien a quien consultárselo.
Por una parte, ¿quién no ha cruzado alguna vez el umbral de un establecimiento con la intención de, o bien solamente mirar, o bien estudiar concienzudamente los detalles de las distintas opciones que podrían satisfacerle? Especialmente cuando de algo cuyo coste económico no es precisamente insignificante, a muchos nos gusta meditar nuestra elección y no comprar sin más la recomendación del interesado vendedor ansioso de una suculenta comisión. Incluso en ocasiones, cuando el esclavizador reloj lo permite, aguardamos disimuladamente a escasos metros de la entrada esperando a que se nos adelante alguien que nos sirva para entretener al dependiente. Pero ni con esas. O bien surgirá como de la nada un segundo vendedor que aniquilará nuestro estratégico plan o, tal vez, el encargado que habíamos dejado ocupado con nuestro predecesor apenas ha estado unos segundos con él y no nos da opción a recrearnos. Al final, no sin cierto sentido de la culpabilidad, hemos de decirle que solamente queremos mirar o que debemos meditar un poco más nuestra opción. Lo normal es que de esta manera se aleje unos metros de nosotros, no sin antes recordarnos su próxima presencia para lo que gustemos, pero ya no podremos evitar sentirnos vigilados y coaccionados en cada uno de nuestros movimientos.
Por otra parte tenemos esas situaciones en las que nos es vital el apoyo de algún experto que domine el tema sobre el que estamos investigando. ¿Dónde diablos pone si este maldito microondas tiene función de grill? Leídas las seis caras de la cúbica caja no se ha resuelto la duda. Preferiría no hacerlo, pero la necesidad impera a que busque a algún vendedor, aún a riesgo de que me confirme que sí que lleva grill pero que me recomiende otro modelo, casualmente más caro pero infinitamente mejor. Giro a la derecha, giro a la izquierda, nadie del local. Busco por los pasillos contiguos, sigue sin haber nadie con la placa o el uniforme de la tienda en cuestión. Por fin, casi en el otro extremo del almacén diviso un trabajador de la empresa. Porca miseria, está ocupado con una indecisa pareja que no es capaz de decantarse entre un bolígrafo de punta fina o de punta gruesa. Espero a que acaben situado de brazos cruzados a un metro y medio y con gesto que denote evidentemente que necesito de su colaboración. Al fin la dubitativa pareja se decide y puedo interrogar al dependiente sobre el dichoso microondas. “Lo siento, caballero, pero yo no soy de esa sección. Váyase allá y enseguida le mando a alguien de esa zona”. Resignado obedezco mientras miro impaciente mi reloj de pulsera y hago mis cábalas sobre si seré capaz de llegar a casa a la hora del partido.
Evidentemente se han exagerado ligeramente las situaciones, pero de forma más o menos pronunciada es lo que suele ocurrir en un elevado porcentaje de las ocasiones. Desde mi limitada mente sólo se me ocurren dos explicaciones con cierta coherencia. La primera, la justificación más socorrida de la historia, es echarle la culpa a la suerte, pensar que todo es fruto de un capricho del azar. La segunda, que estos honrados trabajadores, ora por su preparación, ora por la experiencia, tienen desarrollado un sexto sentido por el cual intuyen con cierta efectividad en qué condiciones entra cada posible cliente. Los que entren como se ha descrito en el segundo caso necesitan al vendedor, así que no hay prisa en atenderlos, esperarán casi lo indecible con tal de aclarar sus ideas; sin embargo los del primer caso pueden salir del local en cualquier momento con las manos vacías, así que hay que abordarlos de inmediato, no se vayan a escapar vivos.

lunes, 4 de julio de 2016

Humilde dedicatoria

Mediaba el pasado mes de septiembre cuando, a pocos días de iniciar un esperanzador curso, me incorporé a mi nuevo centro. Con mis compañeros recién conocidos y con mis ideas más o menos claras, había que pasar a la elección de cursos. Siendo el último mico de tan amplio departamento, mi fuerte deseo de escaparme por un año de ser tutor se atisbaba harto difícil de cumplir.
Guiado por mi instinto matemático y asumiendo que otro curso más recaería sobre mí la responsabilidad de tutelar a un grupo de perdidos adolescentes, opté por elegir un grupo de primero de bachillerato como mal menor, esperando que tuvieran la suficiente madurez intelectual como para pasar un año tranquilo. A día de hoy puedo afirmar que la decisión fue completamente acertada y que esta vez la suerte me hizo dar con unos jóvenes más salaos que las pesetas.
Pocas veces he congeniado tan bien con un grupo, así que, cuando ocurre, hay que exprimir con descaro y sin piedad esta excelente relación para sacar lo mejor de ambas partes.
Tal fue el buen rollo reinante que no pude (ni quise) rechazar vuestra oferta para comer con vosotros, invitación del todo grata y en la que disfruté de vuestra compañía, además de recibir de vuestra parte una ofrenda muy práctica que os agradezco de corazón.
Precisamente fue en el transcurso de ese agradable mediodía cuando recibí de algunos de vosotros la petición de un último favor: la inclusión en este diario de a bordo de unas palabras con un breve mensaje de decicatoria para vosotros. Cumplida mi promesa, ahora es mi turno para pediros algo. Al acabar la entrada volved al inicio y releedla en vertical, solo tomando la primera letra de cada línea y obviando el resto. Con eso quedará completo mi agradecimiento.
Buen verano a todos y ojalá el destino nos vuelva a juntar.

miércoles, 30 de marzo de 2016

Pasando el peatón

Soy una rara avis. Vamos, lo que de toda la vida se ha llamado un bicho raro, pero ese latinajo me parecía mucho más culto para inaugurar la entrada. Atentos que comienzo a enumerar: me gusta la música clásica, soy completamente abstemio, me tapo por las noches al dormir aunque sea pleno verano, no sé hacer pompas con un chicle, prefiero los gatos a los perros y permito pasar a la gente en los pasos de peatones.
Quizá sea esta última afirmación la más sorprendente para más de uno, lo desconozco, invito a mis amables lectores a que me obsequien con su opinión sobre el grado de rareza de estas características, pero lo que es innegable es que el número de conductores que respetan esas blancas líneas paralelas está en constante decrecimiento. Este es un dato que he podido corroborar personalmente cuando abordo la calle como viandante y preciso cruzar una avenida por una zona habilitada para ello. Si el vehículo se divisa a una distancia decente acostumbro a ejercer mi derecho y, ni corto ni perezoso, camino dirección a la otra acera. El conductor, maldiciéndome mentalmente por los segundos que le voy a alargar su viaje, solamente ve dos opciones: o bien cambia el pie derecho de pedal y decelera paulatinamente (o no) hasta inmovilizar su auto mientras observa como un servidor cruza, o bien comete un delito, por lo que suelen optar por la primera opción. Ahora bien, si la cercanía del coche y su velocidad no hacen pensar en una hipotética frenada, mi fuertemente desarrollado instinto de supervivencia me obliga a permanecer inmóvil mientras el coche en cuestión me da la espalda, tras lo cual no suelo reprimir, con la esperanza de que el conductor mire por el espejo retrovisor, un gesto de desprecio con mi mano o, cuando la velocidad del turismo es extrema, algún que otro corte de mangas.
Es obvio, pues, que como peatón tengo muchas quejas sobre el uso de estos lugares cuyos colores recuerdan a ese cuadrúpedo africano. Lo curioso del asunto es que también las tengo como conductor. Me explico. Todo empezó el día que me examiné de la parte práctica del carné de conducir (por cierto, aprobé a la primera, nunca es mala ocasión para fardar un poco de esto). Con la lección bien aprendida, cada vez que nos aproximábamos a un paso de peatones oteaba a ambos lados para comprobar la posible presencia de transeúntes. Pero sucedió que la hermana duda asomó a mi mente cuando, oh maldita e inesperada sorpresa, en una de estas trampas se encontraba una señora de mediana edad pero no exactamente en la zona abarcada por las líneas blancas sino aproximadamente a un metro o metro y medio. En décimas de segundo decidí no dejarla cruzar, y no sé si fue la decisión correcta o no pero afortunadamente no influyó en mi aptitud. Eso sí, si este detalle me hubiera hecho tener que repetir el temible examen creo que me hubiera acordado de esa señora durante mucho tiempo.
En mis taytantos años como conductor se me han dado bastantes situaciones similares. Destacan casos como el de esta mujer que pretenden que se les permita pasar estando a dos metros del lugar indicado y gente que no tiene otro lugar para esperar al amigo con el que han quedado justo en el inicio del paso de cebra pero que, aunque su posición invita a pensar que pretende caminar por él, en el fondo no tiene ninguna intención de hacerlo. También tenemos esas marujas que casualmente se encuentran en la mitad de este lugar de la calle y, ni cortas ni perezosas, comienzan ahí mismo a contarse su ajetreada vida, y para completar este camarote de los hermanos Marx tenemos el típico abuelote que, tras hacerle un gesto para que comprenda que le cedes el paso, te devuelve la cesión e incluso comienza casi a dirigir el tráfico.
En definitiva, que ni el bueno es tan bueno ni el malo es tan malo. Es cierto que la gran mayoría de conductores parecen haber olvidado el significado de estas gruesas líneas blancas, pero si como peatones queremos exigir que se penalicen estas infracciones cumplamos previamente con nuestras obligaciones y hagamos un buen uso de nuestra única posibilidad para atravesar una vía.

miércoles, 13 de enero de 2016

Agradecimientos


Sabe perfectamente tanto el fiel navegante que sigue este blog desde su inauguración como el estrenado lector recién subido a bordo que este cuaderno de bitácora es, como ha sido definido eventualmente, un blog de autor, esto es, un mero rincón que permite a este humilde aprendiz de escritor divagar sobre los temas más variopintos sin ninguna pretensión en cuanto al número de lectores o visitantes. No obstante, y ya que lo cortés no quita lo valiente, este hecho no implica que el comandante de esta nave no reciba un empujoncito en su autoestima si se percata de que alguna de sus entradas o de sus disquisiciones recibe algún agradable comentario o un número importante de visitas.

Es por eso que, cada vez que un servidor accede al menú de este sencillo blog, me es inevitable cotejar el número de curiosos lectores que danza entre mis párrafos en los últimos días. Ese valor suele ser tan pírrico que mi sentido de la decencia me impide exponer ese dato, aunque para que el amable lector se haga una idea anotaré que ese valor rara vez supera las tres cifras… en lenguaje binario (pequeño chiste que entenderá sin problema aquel con ciertos conocimientos matemático-informáticos). Pues bien, el caso es que hace unas semanas me tuve que frotar los ojos para cerciorarme de que ese índice de visualizaciones se había multiplicado por cinco o por seis en ciertos días puntuales. Hecho completamente insólito en la corta historia de esta web.

La primera justificación que anidó en mi mente fue la posibilidad de que el azar hubiera querido que introdujera en algún artículo ciertos polisémicas vocablos con alguna connotación de rabiosa actualidad pero alejada por completo de su contextualización en el ensayo. Por ejemplo, quizá hubiera tecleado la primera persona del plural del presente de indicativo del verbo poder en plena campaña electoral. Pero no, la explicación era más sencilla y satisfactoria para quien les escribe. Aquellas visitas no habían llegado guiadas por el caprichoso azar, sino por su libre albedrío, y no eran ni más ni menos que varios de mis alumnos.

Como se ha expresado arriba, el placer de saberse leído no se corresponde con el escaso interés que pongo en publicitar el blog, ya que esta propagación se limita a incluir en la firma de mi correo electrónico, junto a la cita de Woody Allen de turno, una sugerencia, aunque en imperativo, de visita virtual por este rincón. Prácticamente olvidado de este hecho, otorgué a mis alumnos mi dirección electrónica para cualquier eventual duda, comentario, sugerencia, petición o soborno. Más de uno aceptó este ofrecimiento y fue así como la dirección de este mi hogar virtual llegó a sus manos. Y lo agradable del asunto es que no solamente llegaron a este rincón, sino que muchos de ellos se quedaron y, cuando los malditos profesores les dejamos algún escaso hueco sin deberes ni exámenes, se complacen en leer alguno de mis desvaríos pasados.

Puro peloteo, estará suponiendo el ávido lector que sigue a rajatabla aquello de “piensa mal y acertarás”. No juraría lo contrario, pero mi tendencia es a pensar que no es así, ya que muchos de ellos no confesaron haberme leído hasta que otros lo hicieron previamente. Supongo que si yo, en un desesperado intento por engatusar a alguien del cual espero un trato favorecedor, quisiera alagar sus escritos, buscaría la forma de que lo supiera sin necesidad de esperar a introducir un mero “yo también” tras el reconocimiento de otro compañero. Así pues, y recordando aquellos versos de Víctor Manuel en que decía “si alguien nos dice te quiero, aunque sea mentira se debe creer”, su humilde servidor se queda más a gusto que un arbusto creyéndose que realmente sus entradas gustan a un pequeño grupo de adolescentes deseosos de conocimiento o, quién sabe, de controlar un poco mejor las ideas de aquel que intenta enseñarles algo de matemáticas.
En definitiva, solamente me resta lo que el título de esta entrada indica, esto es, agradecer sinceramente a estos mis noveles tripulantes su interés y su apoyo, el cual he querido corresponder dedicándoles estos sinceros párrafos. Supongo que ellos hubieran preferido el agradecimiento en forma de algún punto extra en alguno de los exámenes que aún compartiremos, pero ya que mi honradez profesional y mi intacto sentido de la moral me lo impiden, se tendrán que conformar con mi promesa de un trato lo más justo posible y de mi máximo cariño cuando sea el momento de corregir sus sufridas pruebas.