domingo, 19 de noviembre de 2017

Trabajo no remunerado


Es casi inherente al ser humano su desmesurado interés por aparecer en los distintos medios de comunicación. Si vemos una cámara de televisión procuramos pasearnos por el ángulo que calculamos que abarca, algunos con gestos esperpénticos para no pasar desapercibidos, otros de forma más discreta pero con el rabillo del ojo puesto en el objetivo, por no hablar de aquella vez que vamos a un concierto, un partido o a alguna aglomeración de gente similar y al día siguiente nos buscamos en la foto del periódico cual si de un libro de “Dónde está Wally” se tratara.
Eso sí, que ningún lector interprete este párrafo introductorio en tono de queja, me parece una postura más que respetable y, de hecho, quien les escribe ha de confesarles que guarda en una carpeta de viejos recuerdos un par de recortes de un diario regional en el cual aparece en una foto que acompañaba la crónica de un partido de fútbol sala. Pero la crítica (que no puede ausentarse en un ensayo de este blog) no va dirigida a esta actitud sino a la manera en que algunas empresas y medios se nutren de ella.
Por una parte nos encontramos con ciertas marcas que, en una estrategia para reducir gastos, disfrazan de concursos algunos de sus trabajos para que sean los propios consumidores los que activen sus neuronas y aporten sus ideas al negocio con el único posible premio de que su aportación sea seleccionada para llevarla a cabo: “diseña el nuevo dibujo para la caja de nuestro producto y verás tu creación impresa en ella”, “participa en tal desfile y podrás ser la nueva imagen de nuestra firma de ropa”, “crea un eslogan con gancho y lo podrás escuchar en nuestros próximos anuncios”, etc. ¿Les suena algún caso similar? Tretas que engatusan al usuario que sólo obtendrá a cambio un reconocimiento visual pero que cuyo verdadero objetivo es ahorrarse los honorarios del diseñador gráfico, la modelo o el guionista de turno.
Por otro lado, el incesante auge de las nuevas tecnologías y las redes sociales ha producido que muchos medios de comunicación, especialmente televisivos y radiofónicos, rellenen varios minutos de su parrilla con aportaciones de los espectadores. Desde hace años era frecuente, sobre todo en radio, las interactuaciones entre el locutor de rigor y un radioyente que quería dar su opinión sobre el tema tratado, pero actualmente ya hasta pueden prescindir del periodista en cuestión, ya que con cierta aplicación mundialmente conocida el oyente puede enviar sus monólogos y, junto a otro acopio de notas de audio, ocupar un buen porcentaje del programa. Algo similar ocurre en televisión, donde la audiencia puede colaborar mandando sus comentarios a través de un pajarito azul, a veces como mero acompañamiento al programa pero otras veces incluso como únicos protagonistas de la pantalla.
El primer caso arriba mentado no me resultaría tan amargo si no fuera por el descaro de las empresas que se aprovechan de la ilusión de la gente que cede su capacidad artística con tal de ver su dibujo en el pasillo de las galletas de todos los supermercados del país. El segundo caso reconozco que me irrita bastante más, ya que cuando conecto la televisión o el transistor (qué añeja me suena ya esa palabra) mi intención es ver y/o escuchar a un periodista formado y buen profesional que cumpla con su menester, no a un cualquiera soltar su opinión, la cual, con todos mis respetos, me importa un bledo. Otra cosa es que a veces el propio locutor o presentador sea de tan bajo nivel que merezca menos mi interés que la nota de audio de cualquier oyente, eso es otro tema que quizá me anime a tratar en futuras entradas, pero en cualquier caso eso no justifica que dejen parte de su trabajo a gente de a pie que, por otra parte, no va a ver ni una peseta a cambio.

domingo, 17 de septiembre de 2017

¡Escúchame bien!



Confío en que mi fiel lector no infravalorará aún más mi ya de por sí escaso nivel cultural si comienzo esta disertación con un brevísimo diálogo extraído de la serie de animación Shin Chan. En cierta ocasión un adulto le espetó al pequeño nipón, en un tono imperativo, la frase “¡escúchame bien, Shin Chan!”, a lo que el protagonista de la serie, ni corto ni perezoso, le contestó “¡háblame bien! Espero que no me juzguen con demasiada severidad si reconozco que, en el momento de visualizar esa escena, su humilde servidor emitió una carcajada que, si bien fue lo suficientemente discreta como para no dar un cante nada afín a mi tímida personalidad, también fue lo suficientemente sonoro como para dejar constancia de que aquellas palabras habían pulsado mi tecla humorística. Ahora bien, ese chiste visual y sonoro, lejos de contentarse con extraerme esa leve risa, produjo en mi inquieta mente una reflexión que es mi intención trasmitirle a ustedes a continuación.
No le falta valoración como virtud al hecho de saber escuchar. Creo que podría aventurarme a decir, sin riesgo a equivocarme demasiado, que a cualquier persona que quiere expresar una opinión oralmente le gusta sentirse escuchado y no solamente oído, desde el avispado infante que apenas compone frases de dos o tres palabras hasta el experimentado orador que habla en público ante varios cientos de personas. Personalmente me repatean dos tipos de situaciones. Por un lado tenemos al típico virtuoso de la lengua que aguarda a que tu voz repose medio segundo para comenzar con ametralladora de palabras, en muchas ocasiones abordando temas que ni tan siquiera guardan relación alguna con lo que le estábamos contando, demostrando de forma más que evidente que ni tenía interés en nuestra exposición ni se toma demasiadas molestias en ocultar su mentado desinterés. Y por otro lado nos vamos al caso extremo, aquellas personas que permanecen inalterables ante nuestras palabras. Sus ojos, aunque pueda estar en dirección a nuestra cara, no nos están mirando, y la ausencia absoluta de cualquier sonido nos hace presagiar que su mente se ubica a años luz de nosotros y que, probablemente, si intercaláramos en nuestro texto alguna frase rompedora del tipo “anoche me acosté con tu mujer”, no se inmutarían en absoluto. Sin duda, el lograr que tu interlocutor sienta que sus comentarios son asumidos con interés por nuestra parte es todo un arte.
Ahora bien, el saber escuchar resulta tarea mucho más sencilla si nuestro contertuliano sabe hablar. Y con esos dos vocablos no me refiero necesariamente a que tenga que ser un gran orador y usar un lenguaje sofisticado, culto y repleto de variedad lingüística. Basta con que cumpla los requisitos que nos marca esa dama cada vez más ausente en nuestro mundo llamada sensatez. Hay que ser consciente, por ejemplo, de que lo que a nosotros nos puede resultar interesante, divertido o curioso, a otras personas les puede resultar soporífero hasta límites inescrutados. Un disparate que me haya escrito un alumno en un examen puede resultarle atractivo a mis colegas de profesión, pero no despertaría ni medio gramo de interés en mi abuela. Otro detalle importante es no convertir una supuesta charla en un monólogo, ya que hasta las disertaciones más interesantes se pueden volver eternas si a uno no le dejan ni aportar media palabra. Y como tercer consejo añadiría el hecho de ser capaces de seguir un hilo conductor lógico, evitar esas conversaciones que se inician relatando un viaje a París y a los cinco minutos de su comienzo están tratando el tema de la cría de nutrias en cautividad. ¿Les suena de algo? Los aficionados a estas ramificaciones verbales suelen coincidir con los monologuistas que arriba mencionaba.
Es frecuente toparnos con gente que se queja de que su pareja, amigo o compañero no les prestan la suficiente atención y no se sienten escuchados. Ser un buen oyente y saber escuchar puede ser tarea harto compleja, pero se hace todavía más complicada si aquel que pretende ser oído no ayuda con un poco de sentido común.

sábado, 15 de julio de 2017

Microrrelato

Una de las anécdotas de mi época estudiantil cuyo recuerdo se mantiene más vivo en mi fatigada memoria ocurrió cursando yo COU, aquel curso de orientación universitaria cuyo mero nombre lo hacía mucho más interesante que nuestro actual segundo de Bachillerato. En clase de lengua española nos tocaba comentar uno de los numerosísimos textos con los que nos preparábamos para selectividad. Jorge Wagensberg fue el autor elegido y el caprichoso azar quiso que el dedo del profesor apuntara en mi dirección cuando tocaba decidir quién leería el comentario que tan minuciosamente habíamos preparado en casa la tarde anterior. Mi lectura se produjo con total normalidad, sin nada que distrajera la atención de mi maestro ni de mis compañeros. Acabé de exponer mi creación firmemente convencido de que había impresionado a propios y extraños con la calidad de mis palabras. El silencio se hizo mientras todos esperábamos con impaciencia el veredicto del docente. Sus primeras palabras fueron algo así como: "le vamos a pedir que nos lea sus comentarios con más frecuencia, señor Odiseo". Mi ego creció durante unos breves instantes a una velocidad tan vertiginosa como aquella con la que se encogió tras escuchar la continuación de aquella evaluación que, por lo visto, no había concluído: "... porque tiene usted una voz realmente bonita". Y ya. Ni media palabra más.
Aunque para aquel curso yo ya tenía dedicido que sería hombre de ciencias, aquella sutil insinuación de que mi comentario era pura bazofia me hizo tachar de un plumazo la opción de escritor como posibilidad para ganarme las lentejas de cada día si la opción científica fracasaba. Eso sí, al menos me dejaba abierta las puertas de caminos como locutor de radio o cantante. Algo era algo.
A día de hoy, duplicando la edad de aquel momento, soy consciente de que mi calidad literaria de aquella época era nefasta, ínfima, paupérrima, ridícula, etc., aunque afortunadamente eso nunca pudo desprenderme de mi interés por escribir. Quizá fuera esa insistencia que sumó algún punto más a eso tan valorado que llaman experiencia, quizá fuera el hecho de ir abandonando a Mortadelo y Filemón para ir pasándome a Dostoiesvski y Saramago, quizá fuera el conocer a mi actual esposa, mujer de letras que me educó literariamente hablando y que aún está embarcada en la compleja misión de enseñarme a colocar debidamente las comas, quizá fuera una síntesis de todo lo anterior, pero el caso es que creo poder estar en condiciones de afirmar, sin caer en una vanidad que no me pega nada, que he pasado de ser un escritor pésimo a uno simplemente malo.
Y como prueba de esta leve mejoría cabe mencionar la selección de uno de mis relatos como finalista de un concurso regional para escritores amateur. Eventualmente acostumbro a enviar algunos de mis escritos a diversas competiciones literarias, siempre con textos breves que no abarcan más de una cara de folio, hasta ahora sin mayor éxito que la propia satisfacción personal. Pero por primera vez he logrado una especie de pequeña victoria, formando parte de la selección de microrrelatos para ser leídos y publicados en homenaje al murciano jardín de Floridablanca. Esta que expongo a continuación es la creación con la que he conseguido este diminuto reconocimiento como escritor.



Partí un trocito de pan y eché las migas por el jardín. Comed, hijos, dije en voz baja mientras efectuaba un barrido visual por aquel frondoso lugar. A mi diestra, un viejo, sentado centradamente en un banco tan desgastado como él, hojeaba la sección de deportes de un diario. Diametralmente opuesto al anciano, un niño botaba con ardor su pelota. El infante, sin ninguna capacidad de disimulo, observó descaradamente a aquella persona mayor, tal y como su madre le obligaba a llamar a los viejos. Por unos segundos quedó hipnotizado por su semblante sereno, por ese halo de sabiduría que parecía emanar de él. El octogenario, haciendo gala de una mayor discreción, se asomó sutilmente ladeando el periódico y, a través del grueso cristal de sus gafas, admiró las potentes zancadas que el niño daba en su enérgico juego. Le recordaba su infancia, cuando los balones consistían en un manojo de trapos viejos anudados buscando una utópica forma circular. En un momento de relajación sus miradas se cruzaron. El chico se giró raudo; el viejo se ocultó tras el diario. Ambos tenían la esperanza de no haber sido descubiertos por aquel a quien contemplaban.

Simplemente quería con esta entrada compartir este relato con ustedes, mis escasos pero fieles lectores, invitándoles a que lo critiquen, en el buen sentido de la palabra, y a que expongan todas las sensaciones que en sus ojos u oídos haya producido mi pequeña escultura verbal.

sábado, 8 de julio de 2017

Profesor nativo


Es hecho bastante evidente que en este nuestro cañí país tenemos un serio problema con los idiomas. No pretendo divagar aquí sobre si todos deberíamos de tener un dominio elevado del inglés o si no debería dársele tanta importancia, pero lo que está claro es que algo falla cuando nuestros pupilos llevan trabajando la lengua de Shakespeare desde los tres años hasta, como mínimo, los dieciséis o dieciocho, incluso algunos apoyados por ese nefasto invento del siglo XXI llamado enseñanza bilingüe, del cual espero animarme a escribir algún día, y aún así las pasan canutas cuando un angloparlante les espeta en la cara una frase de más de cuatro palabras.
Aparcando al margen los posibles motivos de este más que mediocre nivel de idiomas, es el pan nuestro de cada día toparnos con gente que, siguiendo aquella frase hecha que sentencia que la necesidad apremia, recurre a ayuda externa en su búsqueda de un aumento en su destreza de esa lengua con el objetivo de que ese nivel medio-alto que aparece en su curriculum no sea del todo falso. Las escuelas oficiales de idiomas son su primera opción, por públicas y por gratuitas, aunque por esos precisos motivos se sitúan a veces algo alejadas de su alcance. Así pues, no queda otra alternativa que recurrir a la enseñanza privada: grandes franquicias nacionales, academias de barrio o profesores particulares.
Y es en esta búsqueda donde nos topamos con el mayor reclamo para estos necesitados prototipos de estudiantes: las palabras mágicas “profesor/a nativo/a”. Los profesionales del sector cuentan con que esos dos vocablos basten para convencer a sus hipotéticos alumnos de que el nivel docente de su profesor es óptimo y le garantiza un incremento notable de sus conocimientos. Desconozco si, en efecto, estas empresas logran o no su finalidad con este simple reclamo, pero de lo que sí que estoy seguro es de que el hecho de que alguien haya visto la luz en un país angloparlante lo convierta por ese mero dato en un experto docente de su lengua materna.
Por compararlo con un ejemplo bastante extremo, imaginen un niño de unos seis años al que hay que enseñar a sumar con llevadas y tenemos dos candidatos: un catedrático en matemáticas con una tesis doctoral cum laude sobre teoría de intermódulos abelianos topológicamente compactos (no busquen eso en google, me lo acabo de inventar, pero suena complicado, ¿verdad?) y un maestro de primaria acostumbrado a tratar con esas cabezas aún inmaduras y conocedor del cerebro infantil cuyos conocimientos matemáticos apenas van más allá de las cuatro operaciones aritméticas. Es obvio que el primero sabe sumar con llevadas con los ojos cerrados, pero creo que todos optaríamos por el segundo sujeto para llevar a cabo la misión arriba expuesta.
Adelantándome a cualquiera que esté tentado a tergiversar mis palabras, debo aclarar que jamás he querido ni tan siquiera insinuar que la condición de nativo convierta a alguien necesariamente en mal profesor. Nada más lejos de la realidad, de hecho tienen un alto porcentaje de las características necesarias para una correcta docencia del idioma, principalmente si el pupilo ya posee de por sí un elevado nivel de inglés y su intención es lograr perfeccionamiento y soltura. Pero no olvidemos que el conocimiento profundo de la lengua es solamente una fracción de las condiciones que debe reunir el perfecto profesor de inglés. De ser suficiente dicho control del idioma para trasmitirlo a profanos en la materia, cualquier lector de mi humilde blog, como experto en la lengua castellana que es (no tengo demasiadas aspiraciones a que mis desvaríos se traduzcan a otros idiomas), debería sentirse capacitado para inculcar la lengua cervantiana a cualquier persona natural de un país no hispanohablante, y sinceramente creo que no es el caso. Al menos quien les escribe se ve completamente imposibilitado para esa misión.

miércoles, 7 de junio de 2017

Más vale ¿malo? conocido

Lo confieso. Soy un adicto a los refranes, un yonqui de las frases hechas. Siempre que puedo, principalmente en mi expresión oral, cuelo alguna de estas expresiones precocinadas en mi a veces limitada oratoria. No sólo rodean a uno con un hipnotizante halo de sabiduría casi indiscutible sino que, bien empleadas, pueden llegar a ahorrarnos multitud de palabras vanas y rodeos exagerados en nuestro empeño por expresar con suficiente claridad una idea o sentimiento.
Ahora bien, no debemos caer en el error fatal de asumir que estas frases poseen la verdad absoluta en cualquier contexto. Da la impresión de que cuando dos personas discuten sobre un asunto y una de ellas, en su turno, expone sus argumentos y finiquita su tesis con un refrán, ya ha de concedérsele el asalto por ganado y el otro contertulio no tiene más remedio que agachar la cabeza y claudicar ante su oponente. Permítame el lector que discrepe ante esta supremacía de las frases hechas. Muchas de ellas dependen fuertemente del contexto, e incluso hay alguna esporádica que, en la humilde opinión de quien les escribe, apenas sirve para un par de casos muy puntuales y dista mucho de poder ser generalizada tan libremente.
En concreto estoy pensando en aquel refrán cuyo comienzo da título a esta entrada: más vale malo conocido que bueno por conocer. Ideológicamente hablando me parece una sentencia ultraconservadora. Es cierto que la mayoría de los mortales tenemos, si no miedo, cierto respeto al cambio, cierta reticencia a la modificación de nuestras costumbres, cierto acongoje a la ruptura de nuestros esquemas, pero siempre que la situación no se pueda considerar como “mala”, ya que en este caso sería del género idiota aspirar a mantenerse en su negativo estado. Alguna mente inquieta podría objetarme, no sin una ligera porción de verdad, que la inmensa mayoría de las circunstancias, por adversas que sean, siempre pueden empeorar. No le quito ese pedazo de razón, pero, ¿hemos de conformarnos con unas condiciones que no nos son beneficiosas sólo porque podrían ser peores? ¿No merece la pena correr algún riesgo con tal de salir de nuestra oscura situación? Imaginen, por ejemplificar la idea, un equipo deportivo que, a falta de escasos minutos para que finalice su choque, cae derrotado por un tanto a cero. El entrenador, rememorando el refrán que nos atañe, decide que, aunque le gustaría al menos empatar la contienda, no va a arriesgarse porque eso supondría dar al rival más opciones de lograr el segundo gol. Sabe de sobra, como experto en el deporte que es, que a efectos prácticos le da lo mismo perder por uno que por dos, pero entre esas dos opciones prefiere que sea por la mínima, así al menos podrá argumentar en su defensa que estuvieron realmente a punto de arañar un empate. Curiosa su reacción, pensarán mis lectores futboleros, y por ende completamente irreal. Lo más lógico es que el míster saque su artillería pesada, aun plenamente consciente de que las probabilidades de recibir un segundo tanto triplican, como mínimo, a las de lograr el ansiado empate. De perdidos al río, pensaría el agobiado estratega, por concluir este párrafo con otra frase hecha.
Mi visión sobre este refrán podría modificarse si la sentencia no fuera tan drástica con el “malo conocido”, si tal vez el contexto sabido fuera, como mínimo, aceptable, pasable, aprobado, suficiente. De tal forma, para poder darle el visto bueno, debería reformularse la expresión de una manera similar a “más vale situación pasable y adecuada aunque mejorable que bueno por conocer”, pero ya perdería por completo la forma sencilla y directa que le da ese encanto al refranero español.
En definitiva, mi modesto consejo es que no veamos estas expresiones como irrefutables, que no es oro todo lo que reluce y que estas sentencias, aunque resplandezcan en el cielo de la literatura y de la oratoria, no son necesariamente del metal dorado, sino que en ocasiones son de plata, de bronce o incluso de auténtico plástico macizo. Y, por supuesto, concretando, no se me conformen con lo malo, si la situación es desfavorable aspiren siempre a una, aunque mínima, mejoría, pues si bien hay quien prefiere ser cabeza de ratón a cola de león, no creo que a nadie le entusiasme la idea de ser el rabo de ese incomprendido roedor.

viernes, 5 de mayo de 2017

Entre el orgullo y el gorroneo


Se suele escuchar o recurrir con cierta frecuencia a la expresión que nos habla de una delgada línea que separa tal cosa de tal otra. No me negarán que han escuchado alguna que otra vez frases del tipo “ay, esa fina línea que separa el amor del odio”. No me siento capacitado para juzgar si esa afirmación es o no cierta, no me considero tan experto ni en el amor ni en el odio. Lo que sí puedo aseverar es que hay otras líneas, como la que separa el injustificado orgullo del abuso empedernido, que son lo suficientemente gruesas como para ubicarse en medio de ellas.
Hace no mucho tiempo decidí ofrecer mi desinteresada ayuda a una persona al percatarme de que realmente la necesitaba. Quizá por la costumbre, la respuesta que yo esperaba escuchar tras este ofrecimiento era algo similar a un “lo que quieras”, “sólo si te viene bien”, “no te molestes, me puedo apañar” o cualquier otra frase que subliminalmente pretenda dar a entender que acepta la ayuda aunque no la necesite tanto o, incluso, que la acepta por hacerme un favor. Pues no, reconozco que fue una más que agradable sorpresa escuchar las palabras “pues te lo agradecería mucho, me harías un gran favor”. La ayuda, obviamente, se llevó a cabo de forma completamente altruista, e incluso me supo mucho mejor porque esas palabras demostraron que realmente mi apoyo le facilitó notablemente la situación a esa persona.
No diré que si la respuesta hubiera sido alguna de las primeras detalladas hubiese retirado mi ofrecimiento, ni muchísimo menos, y de buen seguro que la ayuda ofrecida hubiera sido sobradamente agradecida, pero es posible que quien les escribe se hubiese quedado con una, posiblemente errónea, sensación de que sus esfuerzos no eran realmente tan necesarios y con la idea de que sin su colaboración la situación de esta persona no hubiera variado en demasía.
Sé sobradamente que muchas veces las primeras respuestas se dan en un afán de mostrar una justificada educación, o quizá de una vanidad latente que nos impide reconocer abiertamente que no podemos solos con una determinada circunstancia y que precisamos colaboración ajena, pero pienso que ya es hora de olvidarnos de esta curiosa forma de educación o de esta dañina prepotencia y aceptar, de una vez por todas, que en determinados momentos de la vida necesitamos la ayuda de otras personas.
Vaya por delante que, como mencioné en el título, lo que yo propongo dista mucho de un gorroneo que implique un abuso sobre nuestro prójimo. Lógicamente no nos desplacemos hasta el otro extremo, a pedir y pedir constantemente cual si de hacienda nos tratásemos. La teoría, al menos para quien redacta estas líneas, es muy clara, la ayuda se ha de pedir o de aceptar en caso de necesidad, no de simple comodidad. ¿Y dónde está la frontera entre estos dos términos? Miren, ahí sí les tengo que admitir que la línea que los separa puede llegar a ser de un grosor ínfimo, o no, depende del caso. Si se me pregunta sobre si la persona antes mentada hubiera logrado tirar para adelante sin mi ayuda la respuesta sería afirmativa. Eso sí, es más que posible que su sacrificio hubiese tenido que ser realmente colosal y quizá sus resultados se hubieran visto mermados, así que opino que esta aceptación de ayuda debe de encuadrarse en la casilla de necesidad, no de comodidad. Pero como digo, cada situación merece su atención aparte y ser estudiada de forma aislada y sin odiosas comparativas con otras circunstancias.
En cualquier caso un servidor de ustedes seguirá intentando parecerse cada día más a su propia conciencia y continuará ofreciendo su ayuda a quien considere que la necesite. Eso sí, mi ego saldrá mucho más fortalecido si se me reconoce abiertamente la utilidad de mi aportación. Si no es así, si mi ayuda se acepta a regañadientes, en lo más profundo de mis pensamientos siempre quedará la sensación de que mis actos han sido completamente prescindibles. Es lo que hay.

lunes, 13 de marzo de 2017

El deber nos llama



Sabe mi fiel lector que no es este un lugar de actualidad, que un servidor no acostumbra a divagar sobre temas candentes en el panorama nacional o internacional y que más bien las entradas suelen versar sobre temas tan variopintos e inusuales como el uso de las palabrotas o la edad adecuada para la confirmación. Pero ya que la excepción confirma la regla, o como dicen aquellos inmersos en una estricta dieta, por una vez no pasa nada, y ya que además el asunto me toca de cerca cual tangente a su curva, hoy me permitiré el lujo de reflexionar sobre un tema habitual estos últimos meses en noticiarios, periódicos y sitios virtuales diversos.
Cada año se publican con regularidad los resultados que evalúan a nuestros estudiantes a nivel mundial, los famosos informes PISA y similares, y ya no nos sorprende ver a nuestra cañí nación estancada en el último tercio de la lista, coqueteando con el descenso si de una competición deportiva se tratara. Y, formando parte también de esta tradición, tras conocer estos resultados toca buscar culpables de tal fracaso por parte de políticos y pedagogos que jamás se han puesto ante treinta adolescentes con las hormonas revolucionadas y les han intentado enseñar a resolver ecuaciones de segundo grado.
Entre los supuestos responsables de tan escaso nivel se han incluido factores tan variados como la mala preparación del profesorado, el exceso de inmigración, las dificultades económicas de las familias o la escasez de nuevas tecnologías como medio idóneo para el aprendizaje, pero en esta ocasión hemos sobrepasado cualquier límite y se ha buscado al culpable más sorprendente posible: los deberes.
Tan agresivamente está atacando el fiscal a este presunto culpable que hasta nos hemos encontrado con sorprendentes huelgas de deberes (no está mal la excusa: “Juanito, ¿has hecho tus tareas?”, “No, maestra, es que he hecho huelga de deberes”), y lo que resulta más paradójico es que quienes parecen más interesados en abolir esta supuesta tortura infantil son los propios progenitores, los mismos que repiten en cada momento que desean el mejor futuro posible para sus hijos. Para colmo fueron alentados por un imbécil anuncio televisivo de cierta conocida empresa sueca que daba a entender que la realización de algunas tareas vespertinas era incompatible con una adecuada vida familiar.
Entre algunos de los pobres argumentos que ofrecen los de la liga anti-deberes encontramos uno hábilmente sacado de contexto: en los países punteros en las pruebas arriba mencionadas, estilo Finlandia, no se mandan deberes a los alumnos. Olvidan dichos detractores el hecho de que el no tener tareas obligatorias no equivale a que esos estudiantes no tomen cada tarde sus libros y apuntes y repasen lo impartido esa mañana, y casi con total probabilidad durante más tiempo del que los nuestros dedican a ejecutar sus deberes. La clave no es ni más ni menos que una abismal diferencia de mentalidad y contexto social. Piensen ustedes en un grupo de nuestros alumnos españolitos (o en ustedes mismos en el momento de serlo) a los cuales no se les ha ordenado ninguna tarea obligatoria para una determinada tarde en ninguna materia. Salvo que tengan algún examen de forma inminente (y aquí inminente equivale a uno o dos días vista como mucho) la inmensa mayoría de ellos asumirían esas horas como tiempo de ocio.
Un par de veces he sido “amenazado” por algún pupilo espabilado afirmando que se va a aprobar una ley por la que no les voy a poder mandar deberes. Mi respuesta, sorprendente para ellos, se la reproduzco a continuación. Si hablo egoístamente, tanto a mí como a cualquier docente nos vendría de maravilla el hecho de olvidarnos de los deberes: no perderíamos sus diez minutos mínimo de cada clase en la correspondiente corrección, lo cual nos permitiría con más facilidad cumplir nuestros temarios, y además el cálculo de la nota de cada alumno sería tan sencillo como una media aritmética objetiva de las pruebas escritas, olvidándonos de tener en cuenta el factor del trabajo en casa. Repito que esto es una opinión completamente egoísta, ya que no me cabe duda de que con este método la aceleración con la que caerían los resultados no tendría nada que envidiarle a la mismísima gravedad.
Podría divagar durante largos párrafos para defender esta costumbre tan insana para algunos pero mi autoimpuesto criterio de no eternizar mis entradas me obliga a aparcar mis reflexiones en este párrafo, invitando a cualquiera, defensor o detractor de los deberes, a corroborar, complementar o criticar mi postura y así comenzar un sano debate sobre esta cuestión.