miércoles, 3 de febrero de 2010

Mayoría de edad

Una de las decisiones que suelen provocar mayores quebraderos de cabeza es la fijación de límites, establecer la frontera entre el yin y el yan, entre lo bueno y lo malo, entre el cielo y el infierno. Por qué aquí sí, pero un milímetro atrás no. Cualquier docente medianamente experimentado se ha visto acosado emocionalmente por el pupilo que, obteniendo como nota global de un examen, trimestre o curso, cuatro puntos con noventa y cinco centésimas, solicita con todas sus artimañas disponibles las cinco centésimas necesarias para que desaparezca fulgurantemente de su boletín académico el vocablo suspenso (o insuficiente, que parece menos agresivo), no por el hecho de saber interpretar su nota como una demostración de su escasez de conocimientos, sino por la probable bronca o castigo inmediato de sus progenitores. Y si tu finalidad es ser recordado como un profesor, ante todo, justo y equitativo, si calificas apto a ese alumno no puedes dejar de aprobar al que mereció un cuatro con nueve, obviamente, pero en esas circunstancias tu moral te dictará que te apiades también del pobre chico que solamente fue capaz de llegar al cuatro con setenta y cinco, y también de la niña rubia de la primera fila con su cuatro y medio, pues si no te tacharán de machista empedernido. ¿Dónde está el límite? No queda más alternativa que fijarlo en algún punto determinado, por más que le pese a quien se haya estacionado exactamente antes de ese valor fronterizo.


Podríamos hablar largo y tendido de multitud de ejemplos donde resulta notablemente duro fijar ese paso entre la gloria y la humillante derrota, mas mi modesta intención era referirme a ese marcado día del calendario en que se nos considera mayores de edad. Aunque mis inquietudes no van encaminadas al nombrecito de marras, sino a todo lo que tradicionalmente representa y conlleva. Nuestra innata tendencia nos lleva a considerar al mayor de edad como una persona de mente adulta, madura, competente e incapaz de cometer necedades indecentes, y a tachar al menor de edad como un chiquillo alocado, irresponsable y perfectamente dado a las más disparatadas acciones. Curiosamente los nacimientos de estas dos personas puede que solamente distasen unas pocas jornadas, incluso tan sólo una. Soy perfectamente consciente de que el límite debe establecerse en un número definido con criterio, independientemente sea dieciocho, veintiuno o sesenta y cuatro; lo que no puedo aceptar ni compartir es que el mero dato de los años trascurridos desde la venida a este mundo, o al que le corresponda a cada cual, otorgue o retire licencias de superior envergadura a las meras interpretaciones subjetivas de los sujetos que nos rodean.


Quizá el permiso menos conflictivo que otorga esta edad sea la posibilidad de acceder legalmente al a veces estresante mundo de los conductores, pues se nos exige demostrar nuestra capacidad con rigurosos controles, los cuales, por cierto, raras veces evalúan con acierto nuestra habilidad conductora. Sin embargo, no deja de ser paradójica la existencia de innumerables permisos que adquirimos automáticamente, en España, el día de nuestro decimoctavo aniversario. A partir de ahí nadie nos retirará el poder de adquirir alcohol y tabaco sin que el amigo de turno, unos meses mayor, nos haga el favor de dar la cara por nosotros; podemos elegir libremente a quienes menos nos desagradará que nos gobierne (incluso a María Cristina); incluso no olvidemos la posibilidad de deleitar nuestros lascivos ojos con revistas, fotografías o películas relativas a la pornografía o, por qué no, dedicarse a ella de forma activa. Ahora, no olvidemos que también nos despediremos de la dudosa ventaja de cometer actos delictivos y suplantar la sombra de Chirona por un cómodo y acogedor reformatorio de menores.


De igual forma que un amplísimo porcentaje de los seres pensantes seguro comparten mi opinión de que un delincuente de diecisiete otoños debiera ser juzgado con el mismo rasero que el de dieciocho, es posible que también estén de mi parte cuando digo que se debería contemplar la posibilidad de evaluar de alguna manera la capacidad de los diferentes candidatos a la posesión de cada uno de los permisos. No me tomen por loco, no pretendo que se inaugure una “pornoescuela” orientada a decidir si un adolescente está emocionalmente preparado para dedicarle una obsesa mirada y lo que surja a la estrella del sexo del momento. Solamente predico la opción de que se estudie si, por ejemplo, un individuo está realmente en condiciones de elegir mediante sufragio a nuestros mandamases. Sinceramente, me aterra la mera idea de pensar que un considerable grupo de los que decidirán nuestro representante mundial esté constituido por analfabetos con sus niveles de cultura a ras de suelo.