domingo, 1 de julio de 2018

Recuperando memoria

Como matemático que soy, siempre he sido más de deducir que de memorizar. Eso de retener encallada en mi mente una fecha, una dirección o un vocablo concreto siempre ha sido mi talón de Aquiles (bueno, uno de ellos). A pesar de esto, nunca he dado la batalla por perdida y siempre he buscado armas para luchar contra esos frecuentes despistes: agendas que luego olvido rellenar y/o revisar, alarmas en el móvil cuyo recuerdo apenas dura unos segundos, intentos de rutinas que se rompen en el momento más inoportuno… En fin, en ello estamos.
No obstante, cuando de lo que se trata es de rememorar un momento vivido digno de permanecer en nuestro disco duro, quizá la técnica más recomendable es dedicar unos momentos cada cierto tiempo a evocarlo con el máximo detalle posible. Se intensificará dicho recuerdo y además ejercitaremos nuestra selectiva memoria. Es por eso, querido lector, que hoy quise elegir una de las etapas más bonitas que he vivido profesionalmente hablando (recalco esto último para que mi paciente señora no se enoje conmigo) e intentar plasmar en estas líneas todos los recuerdos que salpiquen mi memoria, en un intenso ejercicio de recordatorio.
Corría septiembre del año 2015 cuando subí los tres eternos pisos de mi nuevo centro y, mirando las placas ubicadas ante cada aula, encontré la que buscaba, aquella que rezaba “4º B”. Crucé el umbral y me dispuse a lidiar con aquellas treinta y dos fierecillas respecto a las cuales, la verdad vaya por delante, mi primera impresión no fue la deseada, ya que les vi más interés en hablar entre ellos que en escuchar los escasos conocimientos matemáticos que tenía intención de dejarles en herencia. Afortunadamente el tiempo, el más justo de todos los jueces, me quitó la razón en pocos días. Ya en una exitosa primera prueba inicial pude detectar una intensa ambición por parte de muchos de ellos. Evoco aquí el recuerdo de Miguel S-C preguntándome si había sido él quien ostentara el honor de alcanzar la nota más alta de dicho examen. Casi fue así, solamente se vio superado en unas décimas por Luís, una de las futuras matrículas de honor, pero esto fue una prueba de que el grupo realmente tenía un inusitado interés por las matemáticas. Así pues, era mi turno de demostrarles que estaba de su parte y que mi intención era pasar un gran año con ellos disfrutando de mi amada materia.
Creo recordar que fue en esos primeros días cuando, buscando un voluntario para cierto ejercicio en la pizarra, tuve que decantarme por una de las múltiples manos que se alzaban en busca de su momento glorioso. El elegido fue Miguel S y una de las descartadas María C, la cual refunfuñó y me miró con mala cara tras sentirse rechazada. Me acerqué a ella y, en voz baja, le dije algo así como “si tú eres mi favorita, María, pero tenemos que disimular un poco”. Sonrió y así supe que volvía a estar de mi lado.
También me tocó hacer cambiar de opinión a Marina, a la cual tuve que anotar un negativo por no realizar en casa las tareas propuestas (odio eso de “deberes”). Alegó que el día anterior había faltado por una cita médica y no sabía lo que tenía que hacer, pero no lo acepté como excusa. Una amarga cara por su parte presagiaba un mal comienzo, pero de nuevo el tiempo hablaría y sé de buena tinta que al final supo perdonar mi pequeño abuso de autoridad y acabé por caerle tan bien como ella me cayó a mí. De hecho creo recordar, si mi memoria no me traiciona, que fue una de las personas que más se rió cuando les pasé una ficha de problemas en los que tuve la ocurrencia de incluir, en situaciones curiosas y/o cómicas, los nombres de todos ellos. Bueno, eso pensé yo, pero a Miguel V no le sentó muy bien ser el único que no apareció en esos problemas. Le justifiqué que había un Miguel en un problema que bien podía ser él, pero estaba convencido de que no me refería a él, si no a Miguel S, ya que en el problema aparecía junto a Sergio, inseparable compañero del segundo y futbolero empedernido. Y, para que luego digan que el fútbol no es cultura, gracia al deporte rey Sergio fue el único capaz de decirme qué significaba la palabra permutación, aunque solamente me diera la definición balompédica.
Al igual que Marina, otro de los que faltó alguno de los días iniciales fue David, a quien recuerdo haber incluido alguna vez en un ejemplo probabilístico sobre el deporte estrella en la clase, el “lanzamiento de bola de papel a la papelera”. Creo recordar que aparecía en el problema con su colega Adrián y también con Juanjo, un fichaje que le robamos a otro grupo y al que sus compañeros evocaban los días que faltaba a clase colocando un folio con su nombre en la mesa del ausente.
La facilidad con la que estos pupilos absorbían cada una de las unidades me dio, apenas nacido noviembre, la tranquilidad de poder terminar relajadamente el temario (algo hasta ese momento inédito en mí), por lo que me permití la licencia de dedicar alguna que otra sesión a aparcar puntualmente la rutina con desvaríos diversos como problemas de lógica, sopas de letras o partidas de ajedrez. Y si pienso en el ajedrez me es imposible no evocar a José Daniel, enfrascado desde Santo Tomás en competir conmigo en este noble juego tan pronto la ocasión fuera propicia. El global fue algo así como cuatro a uno a mi favor, aunque cierto es que no gané por ser mejor jugador, sino porque hice notar los veinte años más de vejez experiencia. A quién no tuve valor de enfrentarme es a Francisco O, auténtico maestro del grupo ajedrecísticamente hablando, y a quien confundí con frecuencia al cruzarme por los pasillos a su hermano gemelo.
Y ya que han aparecido temas fraternales, no puedo olvidarme de las hermanas Elena y Victoria, una fan de Goku, la otra, como un servidor, más de Vegeta. La primera solía ponerme a prueba con requerimientos de aclaraciones que, lejos de molestarme, me tomaba como retos para mejorar mi capacidad explicativa. Otros, por contra, reservaban todas sus cuestiones para el crucial momento del examen. Y es aquí donde se dibuja en mi mente la silueta de Didier reclamando mi presencia para que, en la mayoría de ocasiones, un simple movimiento de cabeza lo tranquilizara sobre el correcto enfoque de cierto ejercicio. Al menos no le faltaba educación y acostumbraba a escribirme alguna frase de perdón por lo caótico de sus exámenes. Le perdono eso, pero me va a costar más perdonarle el hecho de que se soliera sentar al fondo del aula y en cada prueba escrita me hiciera recorrer varios cientos de metros para atenderlo. Era su sitio, junto a Ginés y Joaquín, otro aficionado a preguntarme, aunque la magnitud de sus dudas hizo que requiriéramos de algún que otro recreo para resolverlas. Se solía apurar bastante por privarme de ese tiempo de descanso, pero espero haber podido dejarle claro que un verdadero matemático no antepone nunca el descanso a hacer matemáticas. Aún así creo que no se quedó convencido del todo y al final de curso quiso compensarme con un presente que bebí gustosamente durante ese verano.
Y volviendo a las actividades con las que salimos de la rutina, creo que les gustó bastante aquella sopa de letras con términos matemáticos en la cual les solicité como cuestión final el nombre del mejor profesor de ese centro, pregunta que Marta usó para picarme asegurando  que en la sopa no aparecía la palabra Pedro, el nombre de uno de mis compañeros de departamento. Ay, Marta, qué chistosa, aunque si algo recuerdo con detalle sobre ella es su cabezonería para aceptar que no se puede dividir entre cero.
Como podrá entender mi fiel lector, un grupo como este me permitía con frecuencia aparcar brevemente el temario y dedicar largos ratos a contar batallitas matemáticas, en muchas ocasiones acompañadas de sus propias aportaciones, como la clase magistral de Jesús sobre Aquiles y su talón, la cual de buen seguro yo no hubiera explicado mejor, o el ducho manejo de Carlos al mando del ordenador para proyectar algunas imágenes de Escher (¡qué rayada!, afirmó alguno de vosotros al verlas, aunque no puedo recordar quién).
Con todo esto no es difícil imaginar que, apenas con dos o tres meses de curso, la compenetración y confianza que se forjó entre profesor y alumnos era absoluta y logramos convertir cada clase en una distendida charla en la que no importaba desviarnos mínimamente del tema, ya que podíamos volver a él cuando deseáramos. En este orden de cosas recuerdo a Moisés y Antonio inventando chistes matemáticos, los cuales no puedo recordar pero fueron de esos que si yo hubiera sido un dibujo animado japonés me hubiera caído una enorme gota de sudor de la frente, o a María F mostrándome su increíble habilidad para pronunciar palabras al revés (“una habilidad tan curiosa como inútil”, creo recordar haberle comentado en tono de broma) o a Isabel y Alicia indignadas por el hecho de que ganara Eurovisión una canción cantada en tártaro crimeo, con Tamara añadiendo que debía de haber ganado aquel festival el atractivo representante francés.
Y, si bien no guardo recuerdos concretos de ellos, no me olvido de Ángel ni de Francisco Z, quizá de los más tímidos del grupo pero para nada desentonando con el alto nivel del grupo, de hecho mi compañero de apellido fue una de las matrículas que gustosamente otorgué. Tampoco me olvido de los borreguitos grisáceos del grupo (no me sale eso de ovejas negras), los pocos alumnos que, muy a mi pesar, tuve que llevarme a septiembre, Elena y Jorge, a los cuales no logré enganchar como al resto, y Antonio Daniel, al cual no pudimos disfrutar con la regularidad que hubiéramos deseado por aquel dichoso accidente motero.
Aunque confío en no haber olvidado a ninguno de los componentes de aquel mítico cuarto B, también confío en ser perdonado si mi memoria está escondiendo alguno de esos nombres en algún recóndito rincón oscuro de mi cerebro. Lo que ha quedado evidenciado es que es mucho más sencillo recordar si los recuerdos son tan agradables como los que tengo de este gran grupo, el cual no dudó en demostrarme que el sentimiento era mutuo, tanto en los comentarios que pusieron sobre mí en las evaluaciones de los profesores (“aprendo mucho y además me lo paso muy bien”, escribió alguien cuya identidad no me fue revelada), como por aquel maravilloso regalo que me hicieron al finalizar el curso: un estupendo bolígrafo usado que, además, iba acompañado de otro obsequio pero del cual ahora mismo no me acuerdo 😉.

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