domingo, 1 de julio de 2018

Recuperando memoria

Como matemático que soy, siempre he sido más de deducir que de memorizar. Eso de retener encallada en mi mente una fecha, una dirección o un vocablo concreto siempre ha sido mi talón de Aquiles (bueno, uno de ellos). A pesar de esto, nunca he dado la batalla por perdida y siempre he buscado armas para luchar contra esos frecuentes despistes: agendas que luego olvido rellenar y/o revisar, alarmas en el móvil cuyo recuerdo apenas dura unos segundos, intentos de rutinas que se rompen en el momento más inoportuno… En fin, en ello estamos.
No obstante, cuando de lo que se trata es de rememorar un momento vivido digno de permanecer en nuestro disco duro, quizá la técnica más recomendable es dedicar unos momentos cada cierto tiempo a evocarlo con el máximo detalle posible. Se intensificará dicho recuerdo y además ejercitaremos nuestra selectiva memoria. Es por eso, querido lector, que hoy quise elegir una de las etapas más bonitas que he vivido profesionalmente hablando (recalco esto último para que mi paciente señora no se enoje conmigo) e intentar plasmar en estas líneas todos los recuerdos que salpiquen mi memoria, en un intenso ejercicio de recordatorio.
Corría septiembre del año 2015 cuando subí los tres eternos pisos de mi nuevo centro y, mirando las placas ubicadas ante cada aula, encontré la que buscaba, aquella que rezaba “4º B”. Crucé el umbral y me dispuse a lidiar con aquellas treinta y dos fierecillas respecto a las cuales, la verdad vaya por delante, mi primera impresión no fue la deseada, ya que les vi más interés en hablar entre ellos que en escuchar los escasos conocimientos matemáticos que tenía intención de dejarles en herencia. Afortunadamente el tiempo, el más justo de todos los jueces, me quitó la razón en pocos días. Ya en una exitosa primera prueba inicial pude detectar una intensa ambición por parte de muchos de ellos. Evoco aquí el recuerdo de Miguel S-C preguntándome si había sido él quien ostentara el honor de alcanzar la nota más alta de dicho examen. Casi fue así, solamente se vio superado en unas décimas por Luís, una de las futuras matrículas de honor, pero esto fue una prueba de que el grupo realmente tenía un inusitado interés por las matemáticas. Así pues, era mi turno de demostrarles que estaba de su parte y que mi intención era pasar un gran año con ellos disfrutando de mi amada materia.
Creo recordar que fue en esos primeros días cuando, buscando un voluntario para cierto ejercicio en la pizarra, tuve que decantarme por una de las múltiples manos que se alzaban en busca de su momento glorioso. El elegido fue Miguel S y una de las descartadas María C, la cual refunfuñó y me miró con mala cara tras sentirse rechazada. Me acerqué a ella y, en voz baja, le dije algo así como “si tú eres mi favorita, María, pero tenemos que disimular un poco”. Sonrió y así supe que volvía a estar de mi lado.
También me tocó hacer cambiar de opinión a Marina, a la cual tuve que anotar un negativo por no realizar en casa las tareas propuestas (odio eso de “deberes”). Alegó que el día anterior había faltado por una cita médica y no sabía lo que tenía que hacer, pero no lo acepté como excusa. Una amarga cara por su parte presagiaba un mal comienzo, pero de nuevo el tiempo hablaría y sé de buena tinta que al final supo perdonar mi pequeño abuso de autoridad y acabé por caerle tan bien como ella me cayó a mí. De hecho creo recordar, si mi memoria no me traiciona, que fue una de las personas que más se rió cuando les pasé una ficha de problemas en los que tuve la ocurrencia de incluir, en situaciones curiosas y/o cómicas, los nombres de todos ellos. Bueno, eso pensé yo, pero a Miguel V no le sentó muy bien ser el único que no apareció en esos problemas. Le justifiqué que había un Miguel en un problema que bien podía ser él, pero estaba convencido de que no me refería a él, si no a Miguel S, ya que en el problema aparecía junto a Sergio, inseparable compañero del segundo y futbolero empedernido. Y, para que luego digan que el fútbol no es cultura, gracia al deporte rey Sergio fue el único capaz de decirme qué significaba la palabra permutación, aunque solamente me diera la definición balompédica.
Al igual que Marina, otro de los que faltó alguno de los días iniciales fue David, a quien recuerdo haber incluido alguna vez en un ejemplo probabilístico sobre el deporte estrella en la clase, el “lanzamiento de bola de papel a la papelera”. Creo recordar que aparecía en el problema con su colega Adrián y también con Juanjo, un fichaje que le robamos a otro grupo y al que sus compañeros evocaban los días que faltaba a clase colocando un folio con su nombre en la mesa del ausente.
La facilidad con la que estos pupilos absorbían cada una de las unidades me dio, apenas nacido noviembre, la tranquilidad de poder terminar relajadamente el temario (algo hasta ese momento inédito en mí), por lo que me permití la licencia de dedicar alguna que otra sesión a aparcar puntualmente la rutina con desvaríos diversos como problemas de lógica, sopas de letras o partidas de ajedrez. Y si pienso en el ajedrez me es imposible no evocar a José Daniel, enfrascado desde Santo Tomás en competir conmigo en este noble juego tan pronto la ocasión fuera propicia. El global fue algo así como cuatro a uno a mi favor, aunque cierto es que no gané por ser mejor jugador, sino porque hice notar los veinte años más de vejez experiencia. A quién no tuve valor de enfrentarme es a Francisco O, auténtico maestro del grupo ajedrecísticamente hablando, y a quien confundí con frecuencia al cruzarme por los pasillos a su hermano gemelo.
Y ya que han aparecido temas fraternales, no puedo olvidarme de las hermanas Elena y Victoria, una fan de Goku, la otra, como un servidor, más de Vegeta. La primera solía ponerme a prueba con requerimientos de aclaraciones que, lejos de molestarme, me tomaba como retos para mejorar mi capacidad explicativa. Otros, por contra, reservaban todas sus cuestiones para el crucial momento del examen. Y es aquí donde se dibuja en mi mente la silueta de Didier reclamando mi presencia para que, en la mayoría de ocasiones, un simple movimiento de cabeza lo tranquilizara sobre el correcto enfoque de cierto ejercicio. Al menos no le faltaba educación y acostumbraba a escribirme alguna frase de perdón por lo caótico de sus exámenes. Le perdono eso, pero me va a costar más perdonarle el hecho de que se soliera sentar al fondo del aula y en cada prueba escrita me hiciera recorrer varios cientos de metros para atenderlo. Era su sitio, junto a Ginés y Joaquín, otro aficionado a preguntarme, aunque la magnitud de sus dudas hizo que requiriéramos de algún que otro recreo para resolverlas. Se solía apurar bastante por privarme de ese tiempo de descanso, pero espero haber podido dejarle claro que un verdadero matemático no antepone nunca el descanso a hacer matemáticas. Aún así creo que no se quedó convencido del todo y al final de curso quiso compensarme con un presente que bebí gustosamente durante ese verano.
Y volviendo a las actividades con las que salimos de la rutina, creo que les gustó bastante aquella sopa de letras con términos matemáticos en la cual les solicité como cuestión final el nombre del mejor profesor de ese centro, pregunta que Marta usó para picarme asegurando  que en la sopa no aparecía la palabra Pedro, el nombre de uno de mis compañeros de departamento. Ay, Marta, qué chistosa, aunque si algo recuerdo con detalle sobre ella es su cabezonería para aceptar que no se puede dividir entre cero.
Como podrá entender mi fiel lector, un grupo como este me permitía con frecuencia aparcar brevemente el temario y dedicar largos ratos a contar batallitas matemáticas, en muchas ocasiones acompañadas de sus propias aportaciones, como la clase magistral de Jesús sobre Aquiles y su talón, la cual de buen seguro yo no hubiera explicado mejor, o el ducho manejo de Carlos al mando del ordenador para proyectar algunas imágenes de Escher (¡qué rayada!, afirmó alguno de vosotros al verlas, aunque no puedo recordar quién).
Con todo esto no es difícil imaginar que, apenas con dos o tres meses de curso, la compenetración y confianza que se forjó entre profesor y alumnos era absoluta y logramos convertir cada clase en una distendida charla en la que no importaba desviarnos mínimamente del tema, ya que podíamos volver a él cuando deseáramos. En este orden de cosas recuerdo a Moisés y Antonio inventando chistes matemáticos, los cuales no puedo recordar pero fueron de esos que si yo hubiera sido un dibujo animado japonés me hubiera caído una enorme gota de sudor de la frente, o a María F mostrándome su increíble habilidad para pronunciar palabras al revés (“una habilidad tan curiosa como inútil”, creo recordar haberle comentado en tono de broma) o a Isabel y Alicia indignadas por el hecho de que ganara Eurovisión una canción cantada en tártaro crimeo, con Tamara añadiendo que debía de haber ganado aquel festival el atractivo representante francés.
Y, si bien no guardo recuerdos concretos de ellos, no me olvido de Ángel ni de Francisco Z, quizá de los más tímidos del grupo pero para nada desentonando con el alto nivel del grupo, de hecho mi compañero de apellido fue una de las matrículas que gustosamente otorgué. Tampoco me olvido de los borreguitos grisáceos del grupo (no me sale eso de ovejas negras), los pocos alumnos que, muy a mi pesar, tuve que llevarme a septiembre, Elena y Jorge, a los cuales no logré enganchar como al resto, y Antonio Daniel, al cual no pudimos disfrutar con la regularidad que hubiéramos deseado por aquel dichoso accidente motero.
Aunque confío en no haber olvidado a ninguno de los componentes de aquel mítico cuarto B, también confío en ser perdonado si mi memoria está escondiendo alguno de esos nombres en algún recóndito rincón oscuro de mi cerebro. Lo que ha quedado evidenciado es que es mucho más sencillo recordar si los recuerdos son tan agradables como los que tengo de este gran grupo, el cual no dudó en demostrarme que el sentimiento era mutuo, tanto en los comentarios que pusieron sobre mí en las evaluaciones de los profesores (“aprendo mucho y además me lo paso muy bien”, escribió alguien cuya identidad no me fue revelada), como por aquel maravilloso regalo que me hicieron al finalizar el curso: un estupendo bolígrafo usado que, además, iba acompañado de otro obsequio pero del cual ahora mismo no me acuerdo 😉.

martes, 9 de enero de 2018

Canal de Youtube

Que las modas son cada vez más efímeras es una obviedad tan grande que no merecería ni tan siquiera ser el inicio de esta entrada, aunque ya que esta sentencia me ha reclamado a gritos iniciar este párrafo, tiremos del hilo sobre esa afirmación. Si pensamos en la vida cotidiana, esa brevedad puede hacer referencia a algunos años, incluso décadas. Un cantante puede mantenerse en los puestos más altos de las listas de ventas durante tres o cuatro años, una marca de ropa puede ser el no va más cerca de una década, una serie televisiva puede tenernos enganchados algún que otro lustro… Pero si pasamos al campo virtual o tecnológico la duración de las modas puede ser infinitesimal. Modelos de móvil que hace pocos meses eran la pera limonera y ahora son poco menos que basura y requieren renovación inmediata, redes sociales que hace nada tenían millones de usuarios conectados casi todo el día y que han quedado relegadas para uso y disfrute de cuatro felinos nostálgicos, aplicaciones que en pocas semanas han recibido millones de descargas y que en menos que canta un gallo serán borradas de los dispositivos que tan buen recibimiento le dieron al principio,… El pan nuestro de cada día.
Fiel ejemplo de lo expuesto arriba son los blogs virtuales. Recordará mi amable lector que hace pocos años era raro el internauta que no dispusiera de uno de estos rincones, algunos de ellos ciertamente interesantes, otros en los que básicamente el usuario nos contaba lo que iba a comer ese día y a qué hora se iba a dormir. Había de todo, como en botica. Sin embargo, hoy en día los escasos usuarios que intentamos mantener a flote uno de estos entrañables lugares nos podemos contar con los dedos de una mano. Nos hemos visto engullidos por plataformas de fotos y vídeos, siempre más sencillas de visitar y que no requieren ese esfuerzo sobrehumano en que, parece ser, se ha convertido hoy en día el hecho de leer.
Mas, si bien un servidor no pretende renunciar a proseguir algún tiempo más con esta odisea literaria, no sería sensato por mi parte cegarme ante la evidencia del éxito de una plataforma como Youtube y, todo sea dicho, ante las múltiples posibilidades que nos puede ofrecer. Y para demostrar que los feos también podemos dar la cara en este portal de vídeos (con más o menos éxito, el tiempo hablará), quien les escribe ha decidido embarcarse en un nuevo proyecto y crear un canal de pequeños vídeos divulgativos.
En este caso no es mi intención exponer opiniones ni críticas similares a las que suelo plasmar en estas líneas, creo que no quedarían demasiado bien expuestas oralmente con ese lenguaje algo retorcido que me gusta para la transmisión escrita, pero no para la oral. En dicho canal es mi deseo dedicarme a mi otra gran afición junto a la escritura: las matemáticas (quizá situadas un escalón por encima de la primera por aquello de que son las que me dan de comer). Mas no pretende ser una serie de vídeos explicativos de los contenidos de los diferentes cursos en lo que a esta materia se refiere; ya hay varios canales dedicados a eso y, sinceramente, no tengo ahora mismo tanto interés en realizar en mi tiempo libre lo mismo que hago seis horas al día en mi tiempo laboral. La idea es más bien hacer un pequeño acercamiento a la historia de las matemáticas, trasmitir a mis visualizadores algunas curiosidades y anécdotas de dicha ciencia y de los propios matemáticos en un intento desesperado por lograr arrancar a mi querida especialidad esa eterna etiqueta de materia fea, fría y aburrida.
Así pues, queda presentado con esta entrada el canal “Cuando pi encontró a x”, nombre con el que he bautizado a esta serie visual y a la cual podéis acceder pinchando aquí. Queda, pues, estimado lector, la opción de ojear dicho canal a tu libre albedrío, no seré yo quien coaccione a nadie para hacerlo, aunque no olvides, fiel navegante, que, si bien no tengo intención de lucrarme con dichos vídeos, en ocasiones el saber que el trabajo personal es contemplado y disfrutado por demás personas es más valioso y satisfactorio que ese poderoso caballero que es don dinero.

domingo, 19 de noviembre de 2017

Trabajo no remunerado


Es casi inherente al ser humano su desmesurado interés por aparecer en los distintos medios de comunicación. Si vemos una cámara de televisión procuramos pasearnos por el ángulo que calculamos que abarca, algunos con gestos esperpénticos para no pasar desapercibidos, otros de forma más discreta pero con el rabillo del ojo puesto en el objetivo, por no hablar de aquella vez que vamos a un concierto, un partido o a alguna aglomeración de gente similar y al día siguiente nos buscamos en la foto del periódico cual si de un libro de “Dónde está Wally” se tratara.
Eso sí, que ningún lector interprete este párrafo introductorio en tono de queja, me parece una postura más que respetable y, de hecho, quien les escribe ha de confesarles que guarda en una carpeta de viejos recuerdos un par de recortes de un diario regional en el cual aparece en una foto que acompañaba la crónica de un partido de fútbol sala. Pero la crítica (que no puede ausentarse en un ensayo de este blog) no va dirigida a esta actitud sino a la manera en que algunas empresas y medios se nutren de ella.
Por una parte nos encontramos con ciertas marcas que, en una estrategia para reducir gastos, disfrazan de concursos algunos de sus trabajos para que sean los propios consumidores los que activen sus neuronas y aporten sus ideas al negocio con el único posible premio de que su aportación sea seleccionada para llevarla a cabo: “diseña el nuevo dibujo para la caja de nuestro producto y verás tu creación impresa en ella”, “participa en tal desfile y podrás ser la nueva imagen de nuestra firma de ropa”, “crea un eslogan con gancho y lo podrás escuchar en nuestros próximos anuncios”, etc. ¿Les suena algún caso similar? Tretas que engatusan al usuario que sólo obtendrá a cambio un reconocimiento visual pero que cuyo verdadero objetivo es ahorrarse los honorarios del diseñador gráfico, la modelo o el guionista de turno.
Por otro lado, el incesante auge de las nuevas tecnologías y las redes sociales ha producido que muchos medios de comunicación, especialmente televisivos y radiofónicos, rellenen varios minutos de su parrilla con aportaciones de los espectadores. Desde hace años era frecuente, sobre todo en radio, las interactuaciones entre el locutor de rigor y un radioyente que quería dar su opinión sobre el tema tratado, pero actualmente ya hasta pueden prescindir del periodista en cuestión, ya que con cierta aplicación mundialmente conocida el oyente puede enviar sus monólogos y, junto a otro acopio de notas de audio, ocupar un buen porcentaje del programa. Algo similar ocurre en televisión, donde la audiencia puede colaborar mandando sus comentarios a través de un pajarito azul, a veces como mero acompañamiento al programa pero otras veces incluso como únicos protagonistas de la pantalla.
El primer caso arriba mentado no me resultaría tan amargo si no fuera por el descaro de las empresas que se aprovechan de la ilusión de la gente que cede su capacidad artística con tal de ver su dibujo en el pasillo de las galletas de todos los supermercados del país. El segundo caso reconozco que me irrita bastante más, ya que cuando conecto la televisión o el transistor (qué añeja me suena ya esa palabra) mi intención es ver y/o escuchar a un periodista formado y buen profesional que cumpla con su menester, no a un cualquiera soltar su opinión, la cual, con todos mis respetos, me importa un bledo. Otra cosa es que a veces el propio locutor o presentador sea de tan bajo nivel que merezca menos mi interés que la nota de audio de cualquier oyente, eso es otro tema que quizá me anime a tratar en futuras entradas, pero en cualquier caso eso no justifica que dejen parte de su trabajo a gente de a pie que, por otra parte, no va a ver ni una peseta a cambio.

domingo, 17 de septiembre de 2017

¡Escúchame bien!



Confío en que mi fiel lector no infravalorará aún más mi ya de por sí escaso nivel cultural si comienzo esta disertación con un brevísimo diálogo extraído de la serie de animación Shin Chan. En cierta ocasión un adulto le espetó al pequeño nipón, en un tono imperativo, la frase “¡escúchame bien, Shin Chan!”, a lo que el protagonista de la serie, ni corto ni perezoso, le contestó “¡háblame bien! Espero que no me juzguen con demasiada severidad si reconozco que, en el momento de visualizar esa escena, su humilde servidor emitió una carcajada que, si bien fue lo suficientemente discreta como para no dar un cante nada afín a mi tímida personalidad, también fue lo suficientemente sonoro como para dejar constancia de que aquellas palabras habían pulsado mi tecla humorística. Ahora bien, ese chiste visual y sonoro, lejos de contentarse con extraerme esa leve risa, produjo en mi inquieta mente una reflexión que es mi intención trasmitirle a ustedes a continuación.
No le falta valoración como virtud al hecho de saber escuchar. Creo que podría aventurarme a decir, sin riesgo a equivocarme demasiado, que a cualquier persona que quiere expresar una opinión oralmente le gusta sentirse escuchado y no solamente oído, desde el avispado infante que apenas compone frases de dos o tres palabras hasta el experimentado orador que habla en público ante varios cientos de personas. Personalmente me repatean dos tipos de situaciones. Por un lado tenemos al típico virtuoso de la lengua que aguarda a que tu voz repose medio segundo para comenzar con ametralladora de palabras, en muchas ocasiones abordando temas que ni tan siquiera guardan relación alguna con lo que le estábamos contando, demostrando de forma más que evidente que ni tenía interés en nuestra exposición ni se toma demasiadas molestias en ocultar su mentado desinterés. Y por otro lado nos vamos al caso extremo, aquellas personas que permanecen inalterables ante nuestras palabras. Sus ojos, aunque pueda estar en dirección a nuestra cara, no nos están mirando, y la ausencia absoluta de cualquier sonido nos hace presagiar que su mente se ubica a años luz de nosotros y que, probablemente, si intercaláramos en nuestro texto alguna frase rompedora del tipo “anoche me acosté con tu mujer”, no se inmutarían en absoluto. Sin duda, el lograr que tu interlocutor sienta que sus comentarios son asumidos con interés por nuestra parte es todo un arte.
Ahora bien, el saber escuchar resulta tarea mucho más sencilla si nuestro contertuliano sabe hablar. Y con esos dos vocablos no me refiero necesariamente a que tenga que ser un gran orador y usar un lenguaje sofisticado, culto y repleto de variedad lingüística. Basta con que cumpla los requisitos que nos marca esa dama cada vez más ausente en nuestro mundo llamada sensatez. Hay que ser consciente, por ejemplo, de que lo que a nosotros nos puede resultar interesante, divertido o curioso, a otras personas les puede resultar soporífero hasta límites inescrutados. Un disparate que me haya escrito un alumno en un examen puede resultarle atractivo a mis colegas de profesión, pero no despertaría ni medio gramo de interés en mi abuela. Otro detalle importante es no convertir una supuesta charla en un monólogo, ya que hasta las disertaciones más interesantes se pueden volver eternas si a uno no le dejan ni aportar media palabra. Y como tercer consejo añadiría el hecho de ser capaces de seguir un hilo conductor lógico, evitar esas conversaciones que se inician relatando un viaje a París y a los cinco minutos de su comienzo están tratando el tema de la cría de nutrias en cautividad. ¿Les suena de algo? Los aficionados a estas ramificaciones verbales suelen coincidir con los monologuistas que arriba mencionaba.
Es frecuente toparnos con gente que se queja de que su pareja, amigo o compañero no les prestan la suficiente atención y no se sienten escuchados. Ser un buen oyente y saber escuchar puede ser tarea harto compleja, pero se hace todavía más complicada si aquel que pretende ser oído no ayuda con un poco de sentido común.

sábado, 15 de julio de 2017

Microrrelato

Una de las anécdotas de mi época estudiantil cuyo recuerdo se mantiene más vivo en mi fatigada memoria ocurrió cursando yo COU, aquel curso de orientación universitaria cuyo mero nombre lo hacía mucho más interesante que nuestro actual segundo de Bachillerato. En clase de lengua española nos tocaba comentar uno de los numerosísimos textos con los que nos preparábamos para selectividad. Jorge Wagensberg fue el autor elegido y el caprichoso azar quiso que el dedo del profesor apuntara en mi dirección cuando tocaba decidir quién leería el comentario que tan minuciosamente habíamos preparado en casa la tarde anterior. Mi lectura se produjo con total normalidad, sin nada que distrajera la atención de mi maestro ni de mis compañeros. Acabé de exponer mi creación firmemente convencido de que había impresionado a propios y extraños con la calidad de mis palabras. El silencio se hizo mientras todos esperábamos con impaciencia el veredicto del docente. Sus primeras palabras fueron algo así como: "le vamos a pedir que nos lea sus comentarios con más frecuencia, señor Odiseo". Mi ego creció durante unos breves instantes a una velocidad tan vertiginosa como aquella con la que se encogió tras escuchar la continuación de aquella evaluación que, por lo visto, no había concluído: "... porque tiene usted una voz realmente bonita". Y ya. Ni media palabra más.
Aunque para aquel curso yo ya tenía dedicido que sería hombre de ciencias, aquella sutil insinuación de que mi comentario era pura bazofia me hizo tachar de un plumazo la opción de escritor como posibilidad para ganarme las lentejas de cada día si la opción científica fracasaba. Eso sí, al menos me dejaba abierta las puertas de caminos como locutor de radio o cantante. Algo era algo.
A día de hoy, duplicando la edad de aquel momento, soy consciente de que mi calidad literaria de aquella época era nefasta, ínfima, paupérrima, ridícula, etc., aunque afortunadamente eso nunca pudo desprenderme de mi interés por escribir. Quizá fuera esa insistencia que sumó algún punto más a eso tan valorado que llaman experiencia, quizá fuera el hecho de ir abandonando a Mortadelo y Filemón para ir pasándome a Dostoiesvski y Saramago, quizá fuera el conocer a mi actual esposa, mujer de letras que me educó literariamente hablando y que aún está embarcada en la compleja misión de enseñarme a colocar debidamente las comas, quizá fuera una síntesis de todo lo anterior, pero el caso es que creo poder estar en condiciones de afirmar, sin caer en una vanidad que no me pega nada, que he pasado de ser un escritor pésimo a uno simplemente malo.
Y como prueba de esta leve mejoría cabe mencionar la selección de uno de mis relatos como finalista de un concurso regional para escritores amateur. Eventualmente acostumbro a enviar algunos de mis escritos a diversas competiciones literarias, siempre con textos breves que no abarcan más de una cara de folio, hasta ahora sin mayor éxito que la propia satisfacción personal. Pero por primera vez he logrado una especie de pequeña victoria, formando parte de la selección de microrrelatos para ser leídos y publicados en homenaje al murciano jardín de Floridablanca. Esta que expongo a continuación es la creación con la que he conseguido este diminuto reconocimiento como escritor.



Partí un trocito de pan y eché las migas por el jardín. Comed, hijos, dije en voz baja mientras efectuaba un barrido visual por aquel frondoso lugar. A mi diestra, un viejo, sentado centradamente en un banco tan desgastado como él, hojeaba la sección de deportes de un diario. Diametralmente opuesto al anciano, un niño botaba con ardor su pelota. El infante, sin ninguna capacidad de disimulo, observó descaradamente a aquella persona mayor, tal y como su madre le obligaba a llamar a los viejos. Por unos segundos quedó hipnotizado por su semblante sereno, por ese halo de sabiduría que parecía emanar de él. El octogenario, haciendo gala de una mayor discreción, se asomó sutilmente ladeando el periódico y, a través del grueso cristal de sus gafas, admiró las potentes zancadas que el niño daba en su enérgico juego. Le recordaba su infancia, cuando los balones consistían en un manojo de trapos viejos anudados buscando una utópica forma circular. En un momento de relajación sus miradas se cruzaron. El chico se giró raudo; el viejo se ocultó tras el diario. Ambos tenían la esperanza de no haber sido descubiertos por aquel a quien contemplaban.

Simplemente quería con esta entrada compartir este relato con ustedes, mis escasos pero fieles lectores, invitándoles a que lo critiquen, en el buen sentido de la palabra, y a que expongan todas las sensaciones que en sus ojos u oídos haya producido mi pequeña escultura verbal.

sábado, 8 de julio de 2017

Profesor nativo


Es hecho bastante evidente que en este nuestro cañí país tenemos un serio problema con los idiomas. No pretendo divagar aquí sobre si todos deberíamos de tener un dominio elevado del inglés o si no debería dársele tanta importancia, pero lo que está claro es que algo falla cuando nuestros pupilos llevan trabajando la lengua de Shakespeare desde los tres años hasta, como mínimo, los dieciséis o dieciocho, incluso algunos apoyados por ese nefasto invento del siglo XXI llamado enseñanza bilingüe, del cual espero animarme a escribir algún día, y aún así las pasan canutas cuando un angloparlante les espeta en la cara una frase de más de cuatro palabras.
Aparcando al margen los posibles motivos de este más que mediocre nivel de idiomas, es el pan nuestro de cada día toparnos con gente que, siguiendo aquella frase hecha que sentencia que la necesidad apremia, recurre a ayuda externa en su búsqueda de un aumento en su destreza de esa lengua con el objetivo de que ese nivel medio-alto que aparece en su curriculum no sea del todo falso. Las escuelas oficiales de idiomas son su primera opción, por públicas y por gratuitas, aunque por esos precisos motivos se sitúan a veces algo alejadas de su alcance. Así pues, no queda otra alternativa que recurrir a la enseñanza privada: grandes franquicias nacionales, academias de barrio o profesores particulares.
Y es en esta búsqueda donde nos topamos con el mayor reclamo para estos necesitados prototipos de estudiantes: las palabras mágicas “profesor/a nativo/a”. Los profesionales del sector cuentan con que esos dos vocablos basten para convencer a sus hipotéticos alumnos de que el nivel docente de su profesor es óptimo y le garantiza un incremento notable de sus conocimientos. Desconozco si, en efecto, estas empresas logran o no su finalidad con este simple reclamo, pero de lo que sí que estoy seguro es de que el hecho de que alguien haya visto la luz en un país angloparlante lo convierta por ese mero dato en un experto docente de su lengua materna.
Por compararlo con un ejemplo bastante extremo, imaginen un niño de unos seis años al que hay que enseñar a sumar con llevadas y tenemos dos candidatos: un catedrático en matemáticas con una tesis doctoral cum laude sobre teoría de intermódulos abelianos topológicamente compactos (no busquen eso en google, me lo acabo de inventar, pero suena complicado, ¿verdad?) y un maestro de primaria acostumbrado a tratar con esas cabezas aún inmaduras y conocedor del cerebro infantil cuyos conocimientos matemáticos apenas van más allá de las cuatro operaciones aritméticas. Es obvio que el primero sabe sumar con llevadas con los ojos cerrados, pero creo que todos optaríamos por el segundo sujeto para llevar a cabo la misión arriba expuesta.
Adelantándome a cualquiera que esté tentado a tergiversar mis palabras, debo aclarar que jamás he querido ni tan siquiera insinuar que la condición de nativo convierta a alguien necesariamente en mal profesor. Nada más lejos de la realidad, de hecho tienen un alto porcentaje de las características necesarias para una correcta docencia del idioma, principalmente si el pupilo ya posee de por sí un elevado nivel de inglés y su intención es lograr perfeccionamiento y soltura. Pero no olvidemos que el conocimiento profundo de la lengua es solamente una fracción de las condiciones que debe reunir el perfecto profesor de inglés. De ser suficiente dicho control del idioma para trasmitirlo a profanos en la materia, cualquier lector de mi humilde blog, como experto en la lengua castellana que es (no tengo demasiadas aspiraciones a que mis desvaríos se traduzcan a otros idiomas), debería sentirse capacitado para inculcar la lengua cervantiana a cualquier persona natural de un país no hispanohablante, y sinceramente creo que no es el caso. Al menos quien les escribe se ve completamente imposibilitado para esa misión.

miércoles, 7 de junio de 2017

Más vale ¿malo? conocido

Lo confieso. Soy un adicto a los refranes, un yonqui de las frases hechas. Siempre que puedo, principalmente en mi expresión oral, cuelo alguna de estas expresiones precocinadas en mi a veces limitada oratoria. No sólo rodean a uno con un hipnotizante halo de sabiduría casi indiscutible sino que, bien empleadas, pueden llegar a ahorrarnos multitud de palabras vanas y rodeos exagerados en nuestro empeño por expresar con suficiente claridad una idea o sentimiento.
Ahora bien, no debemos caer en el error fatal de asumir que estas frases poseen la verdad absoluta en cualquier contexto. Da la impresión de que cuando dos personas discuten sobre un asunto y una de ellas, en su turno, expone sus argumentos y finiquita su tesis con un refrán, ya ha de concedérsele el asalto por ganado y el otro contertulio no tiene más remedio que agachar la cabeza y claudicar ante su oponente. Permítame el lector que discrepe ante esta supremacía de las frases hechas. Muchas de ellas dependen fuertemente del contexto, e incluso hay alguna esporádica que, en la humilde opinión de quien les escribe, apenas sirve para un par de casos muy puntuales y dista mucho de poder ser generalizada tan libremente.
En concreto estoy pensando en aquel refrán cuyo comienzo da título a esta entrada: más vale malo conocido que bueno por conocer. Ideológicamente hablando me parece una sentencia ultraconservadora. Es cierto que la mayoría de los mortales tenemos, si no miedo, cierto respeto al cambio, cierta reticencia a la modificación de nuestras costumbres, cierto acongoje a la ruptura de nuestros esquemas, pero siempre que la situación no se pueda considerar como “mala”, ya que en este caso sería del género idiota aspirar a mantenerse en su negativo estado. Alguna mente inquieta podría objetarme, no sin una ligera porción de verdad, que la inmensa mayoría de las circunstancias, por adversas que sean, siempre pueden empeorar. No le quito ese pedazo de razón, pero, ¿hemos de conformarnos con unas condiciones que no nos son beneficiosas sólo porque podrían ser peores? ¿No merece la pena correr algún riesgo con tal de salir de nuestra oscura situación? Imaginen, por ejemplificar la idea, un equipo deportivo que, a falta de escasos minutos para que finalice su choque, cae derrotado por un tanto a cero. El entrenador, rememorando el refrán que nos atañe, decide que, aunque le gustaría al menos empatar la contienda, no va a arriesgarse porque eso supondría dar al rival más opciones de lograr el segundo gol. Sabe de sobra, como experto en el deporte que es, que a efectos prácticos le da lo mismo perder por uno que por dos, pero entre esas dos opciones prefiere que sea por la mínima, así al menos podrá argumentar en su defensa que estuvieron realmente a punto de arañar un empate. Curiosa su reacción, pensarán mis lectores futboleros, y por ende completamente irreal. Lo más lógico es que el míster saque su artillería pesada, aun plenamente consciente de que las probabilidades de recibir un segundo tanto triplican, como mínimo, a las de lograr el ansiado empate. De perdidos al río, pensaría el agobiado estratega, por concluir este párrafo con otra frase hecha.
Mi visión sobre este refrán podría modificarse si la sentencia no fuera tan drástica con el “malo conocido”, si tal vez el contexto sabido fuera, como mínimo, aceptable, pasable, aprobado, suficiente. De tal forma, para poder darle el visto bueno, debería reformularse la expresión de una manera similar a “más vale situación pasable y adecuada aunque mejorable que bueno por conocer”, pero ya perdería por completo la forma sencilla y directa que le da ese encanto al refranero español.
En definitiva, mi modesto consejo es que no veamos estas expresiones como irrefutables, que no es oro todo lo que reluce y que estas sentencias, aunque resplandezcan en el cielo de la literatura y de la oratoria, no son necesariamente del metal dorado, sino que en ocasiones son de plata, de bronce o incluso de auténtico plástico macizo. Y, por supuesto, concretando, no se me conformen con lo malo, si la situación es desfavorable aspiren siempre a una, aunque mínima, mejoría, pues si bien hay quien prefiere ser cabeza de ratón a cola de león, no creo que a nadie le entusiasme la idea de ser el rabo de ese incomprendido roedor.

viernes, 5 de mayo de 2017

Entre el orgullo y el gorroneo


Se suele escuchar o recurrir con cierta frecuencia a la expresión que nos habla de una delgada línea que separa tal cosa de tal otra. No me negarán que han escuchado alguna que otra vez frases del tipo “ay, esa fina línea que separa el amor del odio”. No me siento capacitado para juzgar si esa afirmación es o no cierta, no me considero tan experto ni en el amor ni en el odio. Lo que sí puedo aseverar es que hay otras líneas, como la que separa el injustificado orgullo del abuso empedernido, que son lo suficientemente gruesas como para ubicarse en medio de ellas.
Hace no mucho tiempo decidí ofrecer mi desinteresada ayuda a una persona al percatarme de que realmente la necesitaba. Quizá por la costumbre, la respuesta que yo esperaba escuchar tras este ofrecimiento era algo similar a un “lo que quieras”, “sólo si te viene bien”, “no te molestes, me puedo apañar” o cualquier otra frase que subliminalmente pretenda dar a entender que acepta la ayuda aunque no la necesite tanto o, incluso, que la acepta por hacerme un favor. Pues no, reconozco que fue una más que agradable sorpresa escuchar las palabras “pues te lo agradecería mucho, me harías un gran favor”. La ayuda, obviamente, se llevó a cabo de forma completamente altruista, e incluso me supo mucho mejor porque esas palabras demostraron que realmente mi apoyo le facilitó notablemente la situación a esa persona.
No diré que si la respuesta hubiera sido alguna de las primeras detalladas hubiese retirado mi ofrecimiento, ni muchísimo menos, y de buen seguro que la ayuda ofrecida hubiera sido sobradamente agradecida, pero es posible que quien les escribe se hubiese quedado con una, posiblemente errónea, sensación de que sus esfuerzos no eran realmente tan necesarios y con la idea de que sin su colaboración la situación de esta persona no hubiera variado en demasía.
Sé sobradamente que muchas veces las primeras respuestas se dan en un afán de mostrar una justificada educación, o quizá de una vanidad latente que nos impide reconocer abiertamente que no podemos solos con una determinada circunstancia y que precisamos colaboración ajena, pero pienso que ya es hora de olvidarnos de esta curiosa forma de educación o de esta dañina prepotencia y aceptar, de una vez por todas, que en determinados momentos de la vida necesitamos la ayuda de otras personas.
Vaya por delante que, como mencioné en el título, lo que yo propongo dista mucho de un gorroneo que implique un abuso sobre nuestro prójimo. Lógicamente no nos desplacemos hasta el otro extremo, a pedir y pedir constantemente cual si de hacienda nos tratásemos. La teoría, al menos para quien redacta estas líneas, es muy clara, la ayuda se ha de pedir o de aceptar en caso de necesidad, no de simple comodidad. ¿Y dónde está la frontera entre estos dos términos? Miren, ahí sí les tengo que admitir que la línea que los separa puede llegar a ser de un grosor ínfimo, o no, depende del caso. Si se me pregunta sobre si la persona antes mentada hubiera logrado tirar para adelante sin mi ayuda la respuesta sería afirmativa. Eso sí, es más que posible que su sacrificio hubiese tenido que ser realmente colosal y quizá sus resultados se hubieran visto mermados, así que opino que esta aceptación de ayuda debe de encuadrarse en la casilla de necesidad, no de comodidad. Pero como digo, cada situación merece su atención aparte y ser estudiada de forma aislada y sin odiosas comparativas con otras circunstancias.
En cualquier caso un servidor de ustedes seguirá intentando parecerse cada día más a su propia conciencia y continuará ofreciendo su ayuda a quien considere que la necesite. Eso sí, mi ego saldrá mucho más fortalecido si se me reconoce abiertamente la utilidad de mi aportación. Si no es así, si mi ayuda se acepta a regañadientes, en lo más profundo de mis pensamientos siempre quedará la sensación de que mis actos han sido completamente prescindibles. Es lo que hay.

lunes, 13 de marzo de 2017

El deber nos llama



Sabe mi fiel lector que no es este un lugar de actualidad, que un servidor no acostumbra a divagar sobre temas candentes en el panorama nacional o internacional y que más bien las entradas suelen versar sobre temas tan variopintos e inusuales como el uso de las palabrotas o la edad adecuada para la confirmación. Pero ya que la excepción confirma la regla, o como dicen aquellos inmersos en una estricta dieta, por una vez no pasa nada, y ya que además el asunto me toca de cerca cual tangente a su curva, hoy me permitiré el lujo de reflexionar sobre un tema habitual estos últimos meses en noticiarios, periódicos y sitios virtuales diversos.
Cada año se publican con regularidad los resultados que evalúan a nuestros estudiantes a nivel mundial, los famosos informes PISA y similares, y ya no nos sorprende ver a nuestra cañí nación estancada en el último tercio de la lista, coqueteando con el descenso si de una competición deportiva se tratara. Y, formando parte también de esta tradición, tras conocer estos resultados toca buscar culpables de tal fracaso por parte de políticos y pedagogos que jamás se han puesto ante treinta adolescentes con las hormonas revolucionadas y les han intentado enseñar a resolver ecuaciones de segundo grado.
Entre los supuestos responsables de tan escaso nivel se han incluido factores tan variados como la mala preparación del profesorado, el exceso de inmigración, las dificultades económicas de las familias o la escasez de nuevas tecnologías como medio idóneo para el aprendizaje, pero en esta ocasión hemos sobrepasado cualquier límite y se ha buscado al culpable más sorprendente posible: los deberes.
Tan agresivamente está atacando el fiscal a este presunto culpable que hasta nos hemos encontrado con sorprendentes huelgas de deberes (no está mal la excusa: “Juanito, ¿has hecho tus tareas?”, “No, maestra, es que he hecho huelga de deberes”), y lo que resulta más paradójico es que quienes parecen más interesados en abolir esta supuesta tortura infantil son los propios progenitores, los mismos que repiten en cada momento que desean el mejor futuro posible para sus hijos. Para colmo fueron alentados por un imbécil anuncio televisivo de cierta conocida empresa sueca que daba a entender que la realización de algunas tareas vespertinas era incompatible con una adecuada vida familiar.
Entre algunos de los pobres argumentos que ofrecen los de la liga anti-deberes encontramos uno hábilmente sacado de contexto: en los países punteros en las pruebas arriba mencionadas, estilo Finlandia, no se mandan deberes a los alumnos. Olvidan dichos detractores el hecho de que el no tener tareas obligatorias no equivale a que esos estudiantes no tomen cada tarde sus libros y apuntes y repasen lo impartido esa mañana, y casi con total probabilidad durante más tiempo del que los nuestros dedican a ejecutar sus deberes. La clave no es ni más ni menos que una abismal diferencia de mentalidad y contexto social. Piensen ustedes en un grupo de nuestros alumnos españolitos (o en ustedes mismos en el momento de serlo) a los cuales no se les ha ordenado ninguna tarea obligatoria para una determinada tarde en ninguna materia. Salvo que tengan algún examen de forma inminente (y aquí inminente equivale a uno o dos días vista como mucho) la inmensa mayoría de ellos asumirían esas horas como tiempo de ocio.
Un par de veces he sido “amenazado” por algún pupilo espabilado afirmando que se va a aprobar una ley por la que no les voy a poder mandar deberes. Mi respuesta, sorprendente para ellos, se la reproduzco a continuación. Si hablo egoístamente, tanto a mí como a cualquier docente nos vendría de maravilla el hecho de olvidarnos de los deberes: no perderíamos sus diez minutos mínimo de cada clase en la correspondiente corrección, lo cual nos permitiría con más facilidad cumplir nuestros temarios, y además el cálculo de la nota de cada alumno sería tan sencillo como una media aritmética objetiva de las pruebas escritas, olvidándonos de tener en cuenta el factor del trabajo en casa. Repito que esto es una opinión completamente egoísta, ya que no me cabe duda de que con este método la aceleración con la que caerían los resultados no tendría nada que envidiarle a la mismísima gravedad.
Podría divagar durante largos párrafos para defender esta costumbre tan insana para algunos pero mi autoimpuesto criterio de no eternizar mis entradas me obliga a aparcar mis reflexiones en este párrafo, invitando a cualquiera, defensor o detractor de los deberes, a corroborar, complementar o criticar mi postura y así comenzar un sano debate sobre esta cuestión.

lunes, 31 de octubre de 2016

Recomendación


Como hombre de ciencias que soy y que fui ya desde adolescente, siempre tuve algo atragantada la asignatura de lengua española, aunque vaya por delante que sí que me gustaba (prueba de ello es mi actual afición a escribir). Eso sí, algunas cosillas logré retener en mi limitada cabeza, y una de ellas fue el llamado metalenguaje, esto es, hablar del lenguaje a través del propio lenguaje. Pues bien, en esta entrada mi intención es metabloguear, palabrejo que me acabo de inventar y que vendría a ser algo así como hablar sobre los blogs en mi blog.
Cierto es que a día de hoy quizá posea un mayor auge el mundo de los canales de vídeos. Qué le vamos a hacer, la gente prefiere que les den las cosas mascadas y limitarse a ver y escuchar antes que leer. Con todo, los blogs siguen estando ahí presentes, resistiendo como gato panza arriba ante las emboscadas de los partidarios del vídeo y siendo un chaleco salvavidas para aquellos que no se consideran demasiado agraciados para filmarse o que meditan demasiado tiempo una frase antes de reflejarla (me incluyo en ambos grupos).
Igual que en la vida misma, en la existencia de un blog se pueden ir alcanzando diferentes hitos. Los más habituales son los que hacen referencia a alcanzar un cierto valor en algunos de los contadores: número de seguidores, de entradas, de comentarios, etc. Normalmente un bloguero se congratula cuando alcanza una de esas cifras conocidas como “redondas”. Es frecuente leer expresiones del tipo “este blog ha alcanzado la friolera de 100 entradas” o “ya hemos superado los 500 seguidores”. Permítame el lector un breve paréntesis para protestar por el desprecio que este hecho supone hacia el resto de números. ¿Por qué ha de ser el 247 más feo que el 100? ¿Sólo porque no acaba en cero? Protesta hecha, seguimos para bingo.
Ahora bien, no todos los logros de un blog se basan en números y en contabilidades varias, hay otros hechos que pueden ser indicadores bastante fiables de que ese rincón virtual está creciendo. Pregúntenle a cualquier dueño de estos entrañables lugares la cálida sensación al recibir de un homólogo escritor la petición de que los respectivos blogs sean mutuamente enlazados.
Pues bien, a día de hoy, acercándome a los siete años desde que comencé esta odisea cibernáutica, su humilde servidor tiene el placer de anunciar a su fiel tripulación la consecución de otro objetivo: la primera petición para que otro blog sea publicitado en éste que leen ahora mismo. No negaré que me invadió una infantil ilusión al recibir dicha propuesta hace unos días y que hubiera aceptado la invitación aunque la web que me hubieran sugerido publicitar hubiera sido más mala que el hambre, pero en este caso además el placer es doble al saber que el sitio propuesto es realmente interesante y con una calidad palpante, así que le deseo y le auguro un próspero futuro.
Pidiendo perdón a esa persona por el tremendo rollo que precede a la presentación de su rincón (ya saben ustedes que no acostumbro a ser demasiado directo) y respetando su solicitado anonimato, aquí les dejo, fieles lectores, la dirección de ese su blog:


Reiterando mis buenos deseos y aconsejándole que disfrute escribiendo en él, ya que es la forma en la que sus lectores también lo harán leyéndolo, personalmente tomo nota y lo incluyo en la lista de los sitios que gusto de visitar cuando viene a verme ese extraño visitante en estos tiempos llamado tiempo libre. ¡Mucha suerte, psicoanalistas!

sábado, 17 de septiembre de 2016

Predicando con el mal ejemplo


Es frecuente y lógico que el ser humano se alegre de las dichas de aquellos que considera familia o amigos. Si atendemos a la definición de amistad es normal que deseemos que nuestro compañero de pupitre supere con nota el examen, que a nuestro colega laboral le den un cargo importante y que a nuestro querido familiar le suban el sueldo. Ahora bien, quien les escribe considera, y tiene el amable lector total potestad para rebatirme si opina que yerro en esta afirmación, que esos prósperos deseos tienen un límite, y ese límite no es ni más ni menos que nuestra propia persona. Que mi compañero apruebe el control, por supuesto, pero con no más de un ocho y medio que es mi nota, que a mi colega le den un buen puesto en la empresa, pero siempre sin que se eleve sobre mí, y por descontado que mi cuñado, con el que tan buenos ratos paso, puede cobrar lo que quiera siempre que no sobrepase el umbral de mi salario. De no ser así, como seres cívicos y educados que somos, esbozaremos una gran sonrisa y felicitaremos a aquel que acaba de superarnos, pero en lo más profundo de nosotros mismos encontraremos esa incómoda sensación de sentirnos achicados y abatidos.
Mas, remitiéndome a una célebre frase hecha, siempre existe la excepción que confirma la regla, y en este caso dicha excepción viene personalizada por nuestra prole. Si son nuestros hijos los que nos han dejado a la altura del betún, no solamente no nos empequeñecerá sino que nos encontraremos en extremo orgullosos y ansiosos por proclamarlo a los cuatro vientos. Hago esta afirmación a día de hoy cuando ya tengo el honor de ser padre, pero quiero que conste en acta que esta misma opinión habitaba en mi cerebro desde mucho antes de serlo. De siempre he anhelado que cualquier fruto que pudiera engendrar con ayuda de mi santa esposa rebasara mi listón, que fuera mucho más guapo que yo (cosa que, a quién voy a engañar, no le iba a ser muy complicada), que superara mi nivel de estudios y, en general, que triunfara en todos los aspectos de la vida ninguneando mis escasas victorias. Prueba de este hecho que expongo es la célebre frase que los oídos de mis fieles lectores habrán asimilado en alguna ocasión y que reza algo así como “quiero darle a mis hijos todo aquello que no pude tener yo”.
Ahora bien, existe una abismal diferencia entre mi opinión arriba expuesta y la nefasta actitud de algunos padres que pretenden magnificar a sus descendientes a cualquier precio. Aun siendo conscientes de que esos chicos, como todo hijo de vecino, son imperfectos, en primer lugar se desviven por pulir esos defectos (lo cual no sería reprochable de no ser porque a veces esa insistencia se convierte en una tortura para que salten obstáculos mucho más altos que sus propias limitaciones), y si esto no funciona, harán lo inhumano por ocultarlo ante los ojos del prójimo, pasando por la mentira si es preciso. Existen miles de ejemplos, como la típica ornamentación en las notas ante los ojos del vecino del cuarto, pero quisiera centrarme en el aspecto deportivo.
Cuando uno visualiza un partido entre infantes o adolescentes lo que espera ver es un grupo de chicos o chicas que gustan de practicar ese deporte y que disfrutan haciéndolo. En ocasiones es así, pero el verdadero espectáculo se encuentra, paradójicamente, entre los espectadores. Padres al borde del infarto por el fallo del hijo, madres que amenazan al jugador rival que le hizo falta a su retoño, abuelos insultando al árbitro porque consideran que perjudica a su nieto, el pan nuestro de cada día, mas un pan duro y enmohecido. Deseo pensar que en estos vergonzosos momentos dichos progenitores se olvidan de que son el espejo en el que sus hijos se miran, ya que de actuar así siendo conscientes de este hecho se triplicaría la mala imagen que sobre ellos cae ante mis ojos, pero aun sin que su conciencia se percate de ello el efecto es similar: están promulgando un nefasto modelo para su descendencia. Permítame el lector recurrir a palabras de Albert Einstein para darle el toque culto a este ensayo. “Dar ejemplo no es la principal manera de influir sobre los demás; es la única manera”, dijo en alguna ocasión el físico. Así pues, con estos modelos dichos chicos aprenderán a no aceptar sus errores, a culpar a cualquiera que tenga a mano de sus propios fallos y a no acatar de buen grado una derrota.
Todos quisiéramos tener en nuestro libro de familia al futuro fichaje del campeón de la Champions, al científico que descubra la cura del cáncer o al solista del grupo con más discos de platino pero, nos guste o no, esto no podemos elegir. Puede que tu hijo haya nacido con una torpeza innata para patear un balón, que le cueste horrores resolver una simple ecuación o que tenga el mismo sentido musical que una vaca, cosas que por más que nos empeñemos no podremos cambiar. Pero lo que sí podemos hacer y para lo que no se precisa ninguna habilidad extraordinaria es hacer de nuestros sucesores personas sensatas, honradas, humildes, sensibles, trabajadoras y educadas. Vamos, lo que vulgarmente se conoce como “una buena persona”.

viernes, 19 de agosto de 2016

Pendiende del dependiente


Supongo que quien más o quien menos todos ustedes habrán oído hablar de la ley de Murphy. Sí, esa misma, esa que afirma que si algo puede salir mal, saldrá efectivamente mal, o en su versión concreta más afamada, que si una tostada se te cae al suelo siempre caerá dejando hacia abajo el lado de la mantequilla. A raíz de ahí se han divulgado una inmensidad de otros casos particulares de esta regla. Permítanme enunciar uno con los que más me siento identificado, al que sarcásticamente han llamado principio de Aspirino, y que viene a decir que cuando se abra la caja de un medicamento siempre se hará por el lado donde está el prospecto. Pues bien, deseando que no exista algo similar, hoy me tomo la libertad de enunciar otro nuevo caso de esta ley, el que voy a llamar principio del dependiente: si entras a una tienda con la simple intención de mirar o echar un ojo, se te vendrán encima varios dependientes ofreciéndote su ayuda y preguntándote de todo; sin embargo, si vas necesitando a alguien de la empresa para realizar una consulta, no habrá nadie hasta donde te alcance la vista o si los hay estarán ocupados y con algún otro cliente indeciso que no lo soltará hasta pasados varios minutos.
Lo sé, es un enunciado demasiado largo, eso tengo que perfeccionarlo, pero creo que la idea está clara. Si acaso soy el único al que le ocurre esta curiosa circunstancia rogaría a mis amables lectores que me lo hicieran saber, pero no creo ser alguien tan excepcional y especial. Y, la verdad, no sé cuál de las dos partes del principio del dependiente me resulta más molesta, si la de ser avasallado cuando quiero recrearme en mi desinteresado ojeo por la tienda o la impotencia de no conocer algún dato de ese producto de mi interés y no dar con alguien a quien consultárselo.
Por una parte, ¿quién no ha cruzado alguna vez el umbral de un establecimiento con la intención de, o bien solamente mirar, o bien estudiar concienzudamente los detalles de las distintas opciones que podrían satisfacerle? Especialmente cuando de algo cuyo coste económico no es precisamente insignificante, a muchos nos gusta meditar nuestra elección y no comprar sin más la recomendación del interesado vendedor ansioso de una suculenta comisión. Incluso en ocasiones, cuando el esclavizador reloj lo permite, aguardamos disimuladamente a escasos metros de la entrada esperando a que se nos adelante alguien que nos sirva para entretener al dependiente. Pero ni con esas. O bien surgirá como de la nada un segundo vendedor que aniquilará nuestro estratégico plan o, tal vez, el encargado que habíamos dejado ocupado con nuestro predecesor apenas ha estado unos segundos con él y no nos da opción a recrearnos. Al final, no sin cierto sentido de la culpabilidad, hemos de decirle que solamente queremos mirar o que debemos meditar un poco más nuestra opción. Lo normal es que de esta manera se aleje unos metros de nosotros, no sin antes recordarnos su próxima presencia para lo que gustemos, pero ya no podremos evitar sentirnos vigilados y coaccionados en cada uno de nuestros movimientos.
Por otra parte tenemos esas situaciones en las que nos es vital el apoyo de algún experto que domine el tema sobre el que estamos investigando. ¿Dónde diablos pone si este maldito microondas tiene función de grill? Leídas las seis caras de la cúbica caja no se ha resuelto la duda. Preferiría no hacerlo, pero la necesidad impera a que busque a algún vendedor, aún a riesgo de que me confirme que sí que lleva grill pero que me recomiende otro modelo, casualmente más caro pero infinitamente mejor. Giro a la derecha, giro a la izquierda, nadie del local. Busco por los pasillos contiguos, sigue sin haber nadie con la placa o el uniforme de la tienda en cuestión. Por fin, casi en el otro extremo del almacén diviso un trabajador de la empresa. Porca miseria, está ocupado con una indecisa pareja que no es capaz de decantarse entre un bolígrafo de punta fina o de punta gruesa. Espero a que acaben situado de brazos cruzados a un metro y medio y con gesto que denote evidentemente que necesito de su colaboración. Al fin la dubitativa pareja se decide y puedo interrogar al dependiente sobre el dichoso microondas. “Lo siento, caballero, pero yo no soy de esa sección. Váyase allá y enseguida le mando a alguien de esa zona”. Resignado obedezco mientras miro impaciente mi reloj de pulsera y hago mis cábalas sobre si seré capaz de llegar a casa a la hora del partido.
Evidentemente se han exagerado ligeramente las situaciones, pero de forma más o menos pronunciada es lo que suele ocurrir en un elevado porcentaje de las ocasiones. Desde mi limitada mente sólo se me ocurren dos explicaciones con cierta coherencia. La primera, la justificación más socorrida de la historia, es echarle la culpa a la suerte, pensar que todo es fruto de un capricho del azar. La segunda, que estos honrados trabajadores, ora por su preparación, ora por la experiencia, tienen desarrollado un sexto sentido por el cual intuyen con cierta efectividad en qué condiciones entra cada posible cliente. Los que entren como se ha descrito en el segundo caso necesitan al vendedor, así que no hay prisa en atenderlos, esperarán casi lo indecible con tal de aclarar sus ideas; sin embargo los del primer caso pueden salir del local en cualquier momento con las manos vacías, así que hay que abordarlos de inmediato, no se vayan a escapar vivos.

lunes, 4 de julio de 2016

Humilde dedicatoria

Mediaba el pasado mes de septiembre cuando, a pocos días de iniciar un esperanzador curso, me incorporé a mi nuevo centro. Con mis compañeros recién conocidos y con mis ideas más o menos claras, había que pasar a la elección de cursos. Siendo el último mico de tan amplio departamento, mi fuerte deseo de escaparme por un año de ser tutor se atisbaba harto difícil de cumplir.
Guiado por mi instinto matemático y asumiendo que otro curso más recaería sobre mí la responsabilidad de tutelar a un grupo de perdidos adolescentes, opté por elegir un grupo de primero de bachillerato como mal menor, esperando que tuvieran la suficiente madurez intelectual como para pasar un año tranquilo. A día de hoy puedo afirmar que la decisión fue completamente acertada y que esta vez la suerte me hizo dar con unos jóvenes más salaos que las pesetas.
Pocas veces he congeniado tan bien con un grupo, así que, cuando ocurre, hay que exprimir con descaro y sin piedad esta excelente relación para sacar lo mejor de ambas partes.
Tal fue el buen rollo reinante que no pude (ni quise) rechazar vuestra oferta para comer con vosotros, invitación del todo grata y en la que disfruté de vuestra compañía, además de recibir de vuestra parte una ofrenda muy práctica que os agradezco de corazón.
Precisamente fue en el transcurso de ese agradable mediodía cuando recibí de algunos de vosotros la petición de un último favor: la inclusión en este diario de a bordo de unas palabras con un breve mensaje de decicatoria para vosotros. Cumplida mi promesa, ahora es mi turno para pediros algo. Al acabar la entrada volved al inicio y releedla en vertical, solo tomando la primera letra de cada línea y obviando el resto. Con eso quedará completo mi agradecimiento.
Buen verano a todos y ojalá el destino nos vuelva a juntar.

miércoles, 30 de marzo de 2016

Pasando el peatón

Soy una rara avis. Vamos, lo que de toda la vida se ha llamado un bicho raro, pero ese latinajo me parecía mucho más culto para inaugurar la entrada. Atentos que comienzo a enumerar: me gusta la música clásica, soy completamente abstemio, me tapo por las noches al dormir aunque sea pleno verano, no sé hacer pompas con un chicle, prefiero los gatos a los perros y permito pasar a la gente en los pasos de peatones.
Quizá sea esta última afirmación la más sorprendente para más de uno, lo desconozco, invito a mis amables lectores a que me obsequien con su opinión sobre el grado de rareza de estas características, pero lo que es innegable es que el número de conductores que respetan esas blancas líneas paralelas está en constante decrecimiento. Este es un dato que he podido corroborar personalmente cuando abordo la calle como viandante y preciso cruzar una avenida por una zona habilitada para ello. Si el vehículo se divisa a una distancia decente acostumbro a ejercer mi derecho y, ni corto ni perezoso, camino dirección a la otra acera. El conductor, maldiciéndome mentalmente por los segundos que le voy a alargar su viaje, solamente ve dos opciones: o bien cambia el pie derecho de pedal y decelera paulatinamente (o no) hasta inmovilizar su auto mientras observa como un servidor cruza, o bien comete un delito, por lo que suelen optar por la primera opción. Ahora bien, si la cercanía del coche y su velocidad no hacen pensar en una hipotética frenada, mi fuertemente desarrollado instinto de supervivencia me obliga a permanecer inmóvil mientras el coche en cuestión me da la espalda, tras lo cual no suelo reprimir, con la esperanza de que el conductor mire por el espejo retrovisor, un gesto de desprecio con mi mano o, cuando la velocidad del turismo es extrema, algún que otro corte de mangas.
Es obvio, pues, que como peatón tengo muchas quejas sobre el uso de estos lugares cuyos colores recuerdan a ese cuadrúpedo africano. Lo curioso del asunto es que también las tengo como conductor. Me explico. Todo empezó el día que me examiné de la parte práctica del carné de conducir (por cierto, aprobé a la primera, nunca es mala ocasión para fardar un poco de esto). Con la lección bien aprendida, cada vez que nos aproximábamos a un paso de peatones oteaba a ambos lados para comprobar la posible presencia de transeúntes. Pero sucedió que la hermana duda asomó a mi mente cuando, oh maldita e inesperada sorpresa, en una de estas trampas se encontraba una señora de mediana edad pero no exactamente en la zona abarcada por las líneas blancas sino aproximadamente a un metro o metro y medio. En décimas de segundo decidí no dejarla cruzar, y no sé si fue la decisión correcta o no pero afortunadamente no influyó en mi aptitud. Eso sí, si este detalle me hubiera hecho tener que repetir el temible examen creo que me hubiera acordado de esa señora durante mucho tiempo.
En mis taytantos años como conductor se me han dado bastantes situaciones similares. Destacan casos como el de esta mujer que pretenden que se les permita pasar estando a dos metros del lugar indicado y gente que no tiene otro lugar para esperar al amigo con el que han quedado justo en el inicio del paso de cebra pero que, aunque su posición invita a pensar que pretende caminar por él, en el fondo no tiene ninguna intención de hacerlo. También tenemos esas marujas que casualmente se encuentran en la mitad de este lugar de la calle y, ni cortas ni perezosas, comienzan ahí mismo a contarse su ajetreada vida, y para completar este camarote de los hermanos Marx tenemos el típico abuelote que, tras hacerle un gesto para que comprenda que le cedes el paso, te devuelve la cesión e incluso comienza casi a dirigir el tráfico.
En definitiva, que ni el bueno es tan bueno ni el malo es tan malo. Es cierto que la gran mayoría de conductores parecen haber olvidado el significado de estas gruesas líneas blancas, pero si como peatones queremos exigir que se penalicen estas infracciones cumplamos previamente con nuestras obligaciones y hagamos un buen uso de nuestra única posibilidad para atravesar una vía.

miércoles, 13 de enero de 2016

Agradecimientos


Sabe perfectamente tanto el fiel navegante que sigue este blog desde su inauguración como el estrenado lector recién subido a bordo que este cuaderno de bitácora es, como ha sido definido eventualmente, un blog de autor, esto es, un mero rincón que permite a este humilde aprendiz de escritor divagar sobre los temas más variopintos sin ninguna pretensión en cuanto al número de lectores o visitantes. No obstante, y ya que lo cortés no quita lo valiente, este hecho no implica que el comandante de esta nave no reciba un empujoncito en su autoestima si se percata de que alguna de sus entradas o de sus disquisiciones recibe algún agradable comentario o un número importante de visitas.

Es por eso que, cada vez que un servidor accede al menú de este sencillo blog, me es inevitable cotejar el número de curiosos lectores que danza entre mis párrafos en los últimos días. Ese valor suele ser tan pírrico que mi sentido de la decencia me impide exponer ese dato, aunque para que el amable lector se haga una idea anotaré que ese valor rara vez supera las tres cifras… en lenguaje binario (pequeño chiste que entenderá sin problema aquel con ciertos conocimientos matemático-informáticos). Pues bien, el caso es que hace unas semanas me tuve que frotar los ojos para cerciorarme de que ese índice de visualizaciones se había multiplicado por cinco o por seis en ciertos días puntuales. Hecho completamente insólito en la corta historia de esta web.

La primera justificación que anidó en mi mente fue la posibilidad de que el azar hubiera querido que introdujera en algún artículo ciertos polisémicas vocablos con alguna connotación de rabiosa actualidad pero alejada por completo de su contextualización en el ensayo. Por ejemplo, quizá hubiera tecleado la primera persona del plural del presente de indicativo del verbo poder en plena campaña electoral. Pero no, la explicación era más sencilla y satisfactoria para quien les escribe. Aquellas visitas no habían llegado guiadas por el caprichoso azar, sino por su libre albedrío, y no eran ni más ni menos que varios de mis alumnos.

Como se ha expresado arriba, el placer de saberse leído no se corresponde con el escaso interés que pongo en publicitar el blog, ya que esta propagación se limita a incluir en la firma de mi correo electrónico, junto a la cita de Woody Allen de turno, una sugerencia, aunque en imperativo, de visita virtual por este rincón. Prácticamente olvidado de este hecho, otorgué a mis alumnos mi dirección electrónica para cualquier eventual duda, comentario, sugerencia, petición o soborno. Más de uno aceptó este ofrecimiento y fue así como la dirección de este mi hogar virtual llegó a sus manos. Y lo agradable del asunto es que no solamente llegaron a este rincón, sino que muchos de ellos se quedaron y, cuando los malditos profesores les dejamos algún escaso hueco sin deberes ni exámenes, se complacen en leer alguno de mis desvaríos pasados.

Puro peloteo, estará suponiendo el ávido lector que sigue a rajatabla aquello de “piensa mal y acertarás”. No juraría lo contrario, pero mi tendencia es a pensar que no es así, ya que muchos de ellos no confesaron haberme leído hasta que otros lo hicieron previamente. Supongo que si yo, en un desesperado intento por engatusar a alguien del cual espero un trato favorecedor, quisiera alagar sus escritos, buscaría la forma de que lo supiera sin necesidad de esperar a introducir un mero “yo también” tras el reconocimiento de otro compañero. Así pues, y recordando aquellos versos de Víctor Manuel en que decía “si alguien nos dice te quiero, aunque sea mentira se debe creer”, su humilde servidor se queda más a gusto que un arbusto creyéndose que realmente sus entradas gustan a un pequeño grupo de adolescentes deseosos de conocimiento o, quién sabe, de controlar un poco mejor las ideas de aquel que intenta enseñarles algo de matemáticas.
En definitiva, solamente me resta lo que el título de esta entrada indica, esto es, agradecer sinceramente a estos mis noveles tripulantes su interés y su apoyo, el cual he querido corresponder dedicándoles estos sinceros párrafos. Supongo que ellos hubieran preferido el agradecimiento en forma de algún punto extra en alguno de los exámenes que aún compartiremos, pero ya que mi honradez profesional y mi intacto sentido de la moral me lo impiden, se tendrán que conformar con mi promesa de un trato lo más justo posible y de mi máximo cariño cuando sea el momento de corregir sus sufridas pruebas.

miércoles, 4 de noviembre de 2015

El respeto al difunto


Hace ya algunos, bastantes años (no recuerdo el dato exacto y, sinceramente, no tengo ganas de buscarlo en Wikipedia) que abandonó este mundo un personaje al que podríamos definir, por empezar con adjetivos livianos, como singular. Me refiero al que fuera alcalde de Marbella y presidente del Atletico de Madrid, sí, ese mismo, Jesús Gil. Sinceramente, desde el momento en que comencé a saber de él, a escuchar sus ridículos comentarios, a leer sus incoherentes declaraciones o a observar sus payasadas en esa cadena televisiva que parece que desea inmortalizar su espíritu promoviendo el mismo tipo de programas absurdos y de mal gusto, desde ese momento, decía, me cayó tal cual me caería una buena patada en la barriga tras haberme metido entre pecho y espalda una de las suculentas y copiosas cenas de Nochebuena de mi abuela.
El caso es que era una de estas personas que difícilmente te dejan indiferente. O bien empatizas completamente con él e incluyo lo admiras, o bien te repele cual olor a pescado podrido. No obstante me aventuro a decir, sin haber realizado ningún estudio ni estadística al respecto, que aquellos que nos incluíamos en el segundo grupo superábamos notablemente a sus simpatizantes. Así pues, mientras aún seguía entre nosotros dando guerra, no era extraño escuchar, tanto en medios de comunicación como en conversaciones entre amigos, calificativos referidos a su persona como payaso, fantasma, energúmeno, bruto, engreído, malnacido y otros más soeces que omitiré para que este humilde blog aún mantenga un mínimo de buen gusto en el uso del léxico.
Pero, cual disco de vinilo que llega a su fin, cuando le sobrevino la parca a este personaje también desaparecieron todos estos comentarios despectivos. Parece que en ese momento en el que alguien nos abandona solamente está permitido evocar sus buenas acciones en vida, y si no hubo se inventan. No estoy diciendo, me libre de ello cualquier divinidad que circule por el etéreo, que debiéramos alegrarnos de esa defunción, y si es que fuera ese caso no debería expresarse más allá de nuestra propia mente. No diré que no existan, pero son pocas las personas de las que debiéramos desear que la dama blanca las acompañara a algún lugar donde no pudieran hacer daño a sus semejantes. Pero esto no significa que debamos cambiar tras su muerte nuestra opinión sobre aquellos seres que en vida no nos congratulaban. No entiendo por qué en su momento nadie, o casi nadie, dijo de este elemento algún comentario similar a “no es que me alegre de su fallecimiento, pero desde luego era un caradura y un capullo integral” (¡hala, al garete el buen gusto en el uso del léxico!).
He personificado esta opinión en un caso concreto, pero desde luego que es perfectamente válida para una infinidad de individuos, cercanos y conocidos personales o distantes y a los cuales solamente conocemos a través de los medios. De la misma manera que a día de hoy creo que nadie tendría ningún reparo en amontonar sobre el nombre de Hitler los más despiadados insultos y los más terribles deseos, no deberíamos reprimir nuestras opiniones sobre aquellos que nos dejaron. Lo sé, no se puede comparar a un exterminador de vidas con el vecino del tercero que agacha la cabeza para no saludarnos si el azar nos cruza en el portal, pero el día que este vecino mío falte seguiré pensando que era estúpido con avaricia.
Supongo que la explicación reside en pensar que el hecho de saber que un difunto no podrá escuchar, y por tanto rebatir, nuestras críticas hacia su persona nos puede hacer sentirnos más cobardes, a pesar de que en el caso de que la persona en cuestión aún viviera raramente le daríamos nuestra opinión a la cara, o por respeto y por demostrar nuestra exquisita educación o, en el caso de personajes públicos, porque por más que lo intentamos no conseguimos concertar una cita con ellos. Pero precisamente por ese motivo, ¿qué más nos da que el sujeto esté criando malvas o, simplemente, con sus tímpanos lejos de nuestras cuerdas vocales? Así pues, permítanme que defienda que el hecho de que alguien esté o no entre nosotros no condicione ni nuestra opinión ni lo que comentemos abiertamente sobre quien corresponda.

jueves, 3 de septiembre de 2015

De moda en moda


Todo el mundo sabe lo que es ir a la moda. Es más, casi todo el mundo sabe lo que en una determinada época, más larga o más corta, está de moda, mundialmente, nacionalmente o simplemente en tu ciudad, barrio o calle. Y si no se conoce, no resulta demasiado complejo averiguarlo: salir a la calle, ver la televisión, mirar los carteles publicitarios de la carretera, pasearse por las tiendas, escuchar discretamente las conversaciones vecinales… Hop, en escasos minutos podemos haber recapitulado perfectamente una importante montaña de objetos, personas, estilos que están in, como se dice ahora. Así pues, quien realmente desea estar a la moda no lo tiene demasiado difícil.
La pregunta que se hace este humilde navegante no es la que puede parecer tan evidente, esto es, si debe uno esforzarse por estar al día o debe seguir sus propios gustos de forma subjetiva sin verse influenciado por los de sus amigos, familiares o compañeros. Mi respuesta, por no dejar lectores ávidos de conocer un poco más a quien les escribe, sería sin duda la segunda, pero insisto que no es el tema a tratar en esta entrada. La pregunta es, ahí va de una vez por todas, ¿cómo surgen las modas? O más bien, ¿quién decide lo que está a la última y lo que no?
Personalmente se me ocurren dos posibles opciones, más las que posteriormente nazcan de una adecuada síntesis de ellas, dando mayor peso a la que se considere. Tal vez una determinada moda la imponga un grupo de gente, un número de personas, mayor o menor en función de la extensión terrestre donde se pretenda instaurar, que bien por previo acuerdo o bien por el caprichoso azar, deciden coincidir en un determinado aspecto de su imagen, de sus gustos o de su estilo de vida. Tal vez, sería la otra opción, alguien con el suficiente poder como para manejar ciertos medios de comunicación o empresas con acceso a un importante público sea quien decide que tal objeto o tal manera de actuar sea la que deba triunfar en los próximos meses. Tal vez, como mencioné más arriba, sea una combinación entre ambas posibilidades previamente ponderada.
Si me permiten expresar una opinión completamente subjetiva, mi síntesis tendría un porcentaje bastante mayor, digamos como un ochenta, de la segunda posibilidad y un veinte de la primera. Me baso para decir esto en que, si bien las casualidades están ahí y pueden dar alguna que otra sorpresa, no me parece excesivamente probable que tanta gente sienta predilección por algo simultáneamente en el tiempo. Se me viene con estas palabras un caso a la mente, una película de animación que, personalmente, su visualización me dejó “congelado”. Confío en que el avispado lector sepa deducir el título del filme sin obligarme a hacerle una publicidad tan gratuita como innecesaria. En cualquier caso la idea que pretendo transmitir es que la calidad de esos dibujos no se me antoja ni de lejos acorde a la inmensidad de productos que a día de hoy son acompañados con las imágenes de sus protagonistas. Obviamente para gustos los colores, pero a mi escéptica mente le cuesta horrores aceptar que millones de infantes en todo el ciego planeta se hayan puesto de acuerdo en admirar y apostar por estos personajes. Más bien mi abstracto y a veces retorcido cerebro tiende a priorizar la posibilidad de que, viendo que el filme, aunque esta opinión es extrapolable a cualquier otra obra o característica, ha tenido un relativo aunque no desmesurado éxito, algún ingenioso visionario y genio de los negocios se haya propuesto inculcar al resto de jóvenes, aquellos a los que la película tampoco es que apasionara, la sentencia de que si no se hacen con sus pegatinas, camisetas, platos, bragas y calzoncillos, cepillos de dientes, carpetas, fundas para la tablet, comida para el perro y cordones para los zapatos, digo, si no poseen todo eso se encontrarán fuera de la onda, sus compañeros los rechazarán por bichos raros, quedarán marginados, nadie hablará con ellos y acabarán el resto de sus días solos sin una triste alma en pena que los entienda.
Me he tomado la licencia de ejemplificar mi tesis con el género juvenil por ser considerado más moldeable y asequible al engaño, pero aquellos que sobrepasan ya la mayoría de edad, ya sea con mayor o menor margen, no están exentos de estos bombardeos, y si es así es porque ese acoso suele venir acompañado de resultados más que satisfactorios.
Un par de conclusiones para poner la guinda a esta entrada. En primer lugar, desear sin demasiada esperanza que los peces gordos nos dejen escoger lo que nos atrae y lo que no sin condicionamientos. En segundo, si mi teoría tiene algo de cierto, cualquier cosa se podría poner de moda con la suficiente inversión. Es decir, que si algún magnate con suficiente poder tuviera interés podría convertir este humilde blog, cuyo número medio de visitas diarias omitiré porque mi escaso sentido del orgullo me impide dar ese ridículo dato, en uno de los portales virtuales más visitados a nivel nacional. Ahí lo dejo caer.

miércoles, 5 de agosto de 2015

Confirmando la edad

Ando ya por los treinta y tantos tacos. Como otra mucha gente que proviene de finales de los setenta o principios de los ochenta, me he criado con Espinete, he jugado a las canicas, he suspirado para que en algún maldito sobre apareciera el cromo de Michael Laudrup, he bailado como un payaso la Macarena y me he confirmado. Puede parecer que esta última afirmación se sale un poco de la línea del resto de tópicos sobre esa dorada época, pero deben de ser muy pocos los españoles de esa quinta que no recibieran ese sacramento. Era una serie que se hacía casi por inercia: se te remojaba el cogote recién nacido para que quedaras bien bautizado (y así dejaras de ser moro, como dicen los cuentos de viejas), luego con ocho o nueve años te daban una buena hostia y así hacías oficialmente tu primera comunión y, unos años después, supuestamente con más uso de razón, el clérigo de turno oficializaba la confirmación, prueba de que ratificabas los dos sacramentos anteriores.
Uno de los enigmas que nunca alcancé a entender de este sacramento era variedad en la edad a la que había de recibirse. Al igual que la edad para comulgar siempre ha sido más o menos fija, no ha sido así para la confirmación. Personalmente me confirmé con diecinueve añacos y ya cerca de peinar canas, aunque fue por una circunstancia excepcional, la gente de mi grupo era un año menor. Pero el caso es que diversos conocidos, familiares o compañeros de estudios, ya habían realizado este acto con diecisiete o, incluso, dieciséis primaveras. Podría parecer que todo dependía del momento en el que uno se sintiera preparado o, tal vez, de la intensidad de sus ganas de fiesta y jolgorio (me inclino más por esa opción).
Pues bien, a día de hoy, un trío de lustros después y con el número de canas multiplicándose, mi trabajo como docente me permite y obliga a estar en contacto constante con adolescentes. De tal forma, me resulta inevitable en frecuentes ocasiones enterarme de sus comentarios e inquietudes, bien porque ellos mismos no tienen pudor alguno para ocultármelo o, incluso, contármelo abiertamente, bien porque, aunque lo estén hablando en un segundo plano, un servidor saca a la maruja que lleva dentro y conecta la parabólica para sintonizar la onda adecuada. Sea como fuere, la realidad es que cuando el mes de mayo se divisa el tema de la confirmación suele estar a la orden del día. Es gracias a esto que conozco por diversas fuentes que la edad habitual en estos tiempos para recibir este sacramento es la de quince años o, incluso, catorce. Traducción: en escasas dos décadas la edad usual para confirmarse se ha reducido aproximadamente unos cuatro años, lo que puede parecer insignificante en personas algo más maduras pero que en plena adolescencia supone más de un veinte por ciento, lo cual no es moco de pavo.
¿Tiene este adelanto temporal alguna razón lógica? Un servidor tiene una hipótesis que, con permiso del lector, paso a exponer. Recuerdo que muy poco tiempo después de ser confirmado fue cuando mis valores eclesiásticos comenzaron a derrumbarse y comencé a sentir cierto repelús por el clero. Fue una época de cuestionármelo todo, de ver sinsentidos diversos y de hacer tambalearse todos los cimientos que durante casi dos décadas se habían ido consolidando. En principio mi teoría se basó en que esa época de apostatar coincidió con mis inicios como prototipo de científico en la facultad de matemáticas, aunque a fecha de hoy tiendo a pensar que es cuestión de edad, de que llega un momento en la vida de la mayoría de personas en que comienzan a cuestionarse ciertos temas. En los ochenta y noventa esa edad no solía adelantarse al momento de la confirmación, ya que los efectos de tanto domingo en misa escuchando que iremos al infierno solían durar hasta esa etapa; a día de hoy, sin semejante colchón eclesiástico, existe la posibilidad de que ese replanteamiento de los valores pueda adelantarse en el tiempo. Con esta precocidad confirmativa todos salen ganando: nuestra alocada juventud logra anticipar un buen motivo para una salvaje fiesta casi un lustro; la iglesia, ese organismo al que cada año cedo una porción de mi declaración de la renta (léase en tono sarcástico), por su parte, evita que una importante masa adolescente piense de más y sufra una fulgurante crisis religiosa antes del tercer sacramento.
Esta es mi teoría, por supuesto digna de críticas y posibles argumentos en contra pero, al menos eso creo, perfectamente lógica.