Soy una rara avis. Vamos, lo que
de toda la vida se ha llamado un bicho raro, pero ese latinajo me parecía mucho
más culto para inaugurar la entrada. Atentos que comienzo a enumerar: me gusta
la música clásica, soy completamente abstemio, me tapo por las noches al dormir
aunque sea pleno verano, no sé hacer pompas con un chicle, prefiero los gatos a
los perros y permito pasar a la gente en los pasos de peatones.
Quizá sea esta última afirmación
la más sorprendente para más de uno, lo desconozco, invito a mis amables
lectores a que me obsequien con su opinión sobre el grado de rareza de estas
características, pero lo que es innegable es que el número de conductores que
respetan esas blancas líneas paralelas está en constante decrecimiento. Este es
un dato que he podido corroborar personalmente cuando abordo la calle como
viandante y preciso cruzar una avenida por una zona habilitada para ello. Si el
vehículo se divisa a una distancia decente acostumbro a ejercer mi derecho y,
ni corto ni perezoso, camino dirección a la otra acera. El conductor,
maldiciéndome mentalmente por los segundos que le voy a alargar su viaje, solamente
ve dos opciones: o bien cambia el pie derecho de pedal y decelera
paulatinamente (o no) hasta inmovilizar su auto mientras observa como un
servidor cruza, o bien comete un delito, por lo que suelen optar por la primera
opción. Ahora bien, si la cercanía del coche y su velocidad no hacen pensar en
una hipotética frenada, mi fuertemente desarrollado instinto de supervivencia me
obliga a permanecer inmóvil mientras el coche en cuestión me da la espalda, tras
lo cual no suelo reprimir, con la esperanza de que el conductor mire por el
espejo retrovisor, un gesto de desprecio con mi mano o, cuando la velocidad del
turismo es extrema, algún que otro corte de mangas.
Es obvio, pues, que como peatón
tengo muchas quejas sobre el uso de estos lugares cuyos colores recuerdan a ese
cuadrúpedo africano. Lo curioso del asunto es que también las tengo como
conductor. Me explico. Todo empezó el día que me examiné de la parte práctica
del carné de conducir (por cierto, aprobé a la primera, nunca es mala ocasión
para fardar un poco de esto). Con la lección bien aprendida, cada vez que nos
aproximábamos a un paso de peatones oteaba a ambos lados para comprobar la
posible presencia de transeúntes. Pero sucedió que la hermana duda asomó a mi
mente cuando, oh maldita e inesperada sorpresa, en una de estas trampas se
encontraba una señora de mediana edad pero no exactamente en la zona abarcada
por las líneas blancas sino aproximadamente a un metro o metro y medio. En
décimas de segundo decidí no dejarla cruzar, y no sé si fue la decisión
correcta o no pero afortunadamente no influyó en mi aptitud. Eso sí, si este
detalle me hubiera hecho tener que repetir el temible examen creo que me
hubiera acordado de esa señora durante mucho tiempo.
En mis taytantos años como
conductor se me han dado bastantes situaciones similares. Destacan casos como
el de esta mujer que pretenden que se les permita pasar estando a dos metros
del lugar indicado y gente que no tiene otro lugar para esperar al amigo con el
que han quedado justo en el inicio del paso de cebra pero que, aunque su
posición invita a pensar que pretende caminar por él, en el fondo no tiene
ninguna intención de hacerlo. También tenemos esas marujas que casualmente se
encuentran en la mitad de este lugar de la calle y, ni cortas ni perezosas,
comienzan ahí mismo a contarse su ajetreada vida, y para completar este
camarote de los hermanos Marx tenemos el típico abuelote que, tras hacerle un
gesto para que comprenda que le cedes el paso, te devuelve la cesión e incluso
comienza casi a dirigir el tráfico.
En definitiva, que ni el bueno es
tan bueno ni el malo es tan malo. Es cierto que la gran mayoría de conductores
parecen haber olvidado el significado de estas gruesas líneas blancas, pero si
como peatones queremos exigir que se penalicen estas infracciones cumplamos
previamente con nuestras obligaciones y hagamos un buen uso de nuestra única
posibilidad para atravesar una vía.