lunes, 5 de abril de 2010

Hablemos de educación (2)

Después de mis dos últimas entradas, tan livianas y políticamente correctas, y para evitar el riesgo de metamorfosearme en una cabeza cuadrada que acepta todo lo que le ofrecen y de que mis allegados familiares sospechen de mi correcto estado de salud mental, vuelvo a mis andadas críticas y sin piedad con un tema que ya traté y que conozco de primera mano: la educación.


Si bien en mi anterior ensayo me limité, que no es poco, a disipar cualquier duda sobre la más que evidente decadencia de la educación española, hoy pretendo indagar más profundamente y dar mi justificada opinión sobre los que considero los principales causantes de esta crisis tanto o más importante que la económica que estamos sobrellevando.


La idea de relatar estas líneas me vino tras los resultados académicos de la recién concluida segunda evaluación. Sin excesivo orgullo he de proclamar que conseguí batir mi más escandaloso registro personal: 20 suspensos en un grupo de segundo de ESO de 22 alumnos. Eso supone cerca del 91%. Y que nadie salte a llamarme ogro, abusón o destrozaniños, que lo desconcertante del asunto es que todos los profesores del grupo tuvieron registros similares y alguno alcanzó el cien por cien de calificaciones negativas. El resto de grupos no fueron tan impactantes comparados con éste, pero las diferencias no son tan abrumadoras como pudiera parecer. ¿A qué se debe esta hecatombe? Personalmente me atrevo a llenar de culpabilidad a dos aspectos de la vida de estos escolares que a continuación trataré de trasmitirles.


Hay una más que obvia evidencia (valga la redundancia), y es que a los adolescentes actuales les importan tres pimientos sus resultados. Ya apenas se ven jóvenes estudiantes agobiados por alcanzar ese ansiado cinco en determinada materia. A la inmensa mayoría les resulta indiferente suspender una que ocho. Esta dejadez, pienso, habría que achacarla tanto a los chavales como a sus progenitores.

Por una parte, es asombrosa la pasividad de algunos padres ante el más que austero futuro que se labran irremediablemente sus engendros. Cierto día tuve lo que pretendía ser una charla seria con uno de los miembros del irritable grupo que mencioné párrafos arriba, uno de estos chavales cuyas notas se escriben en lenguaje binario (es decir, a base de ceros y unos) y que tiene como objetivo primordial en sus visitas al centro de “estudios” el romper todo lo posible la relativa normalidad de una clase. Tras cientos de intentos frustrados de que aprendiera al menos a comportarse y, si fuera posible, a hacer la “o” con un canuto, cambié mi táctica e intenté incitarle a que dejara de asistir a clase y se dedicara a algo más provechoso (dejar claro que esta propuesta, según los demagogos que no han pisado en su vida un aula, es totalmente denunciable y digno casi de la pena capital, así que debe hacerse sin testigo alguno, cáptese la ironía). “¡Sí, hombre! Luego le llegan a mi padre todas las faltas y me infla a hostias”, fue su contundente respuesta. Mi réplica no se hizo esperar: “Y cuando le llevas todo suspenso, ¿no pasa lo mismo?”. “¡Qué va! Ya está acostumbrado”. Ante esa respuesta entendí que ese chico era un caso más que perdido y que no había lugar humano por donde agarrarlo. Nos guste o no, la mayoría de nosotros, los que hicimos unos estudios primarios y secundarios medio decentes, sentimos decenas de ocasiones la fuerte tentación de no hacer los deberes o abandonar un examen, y al final los deberes quedaron realizados y el examen preparado gracias a que, de una manera u otra, intervino nuestro padre o madre, bien con amenazas, bien con premios, bien con cualquier otra artimaña. Actualmente a la mayoría de los padres les resbala olímpicamente lo que hagan sus hijos en clase. Se limitan a dar a colegios e institutos un uso de guardería o parking, un lugar donde retener a su prole para que no les molesten en casa o, si en la vivienda familiar no hay nadie por las mañanas, para evitar que estén en la calle, no se vayan a resfriar los pobres. En fin, con estas premisas ya se imaginan el futuro de estos desamparados.


Por otro lado, si en algún colegial se vislumbrara un punto de cordura, tenemos a la televisión para encargarse de borrarlo fulminantemente. Si un chico de, pongamos, quince años se sienta unos segundos a pensar en su inmediato futuro y se llega a acongojar mínimamente, basta con que conecte la caja tonta (que por algo tiene ese apodo) y tendrá la vida resuelta. Hay mil maneras de ganarse la vida que no pasan por estudiar y ser responsable. Podemos entrar en una academia donde asombrosamente te enseñan a cantar o bailar en cuatro meses y hacernos artistas profesionales. Podemos entrar en una casa aislada del mundo otros tantos meses y, además de una prima inicial de varios miles de euros, hacernos periodistas. Podemos, incluso, esperar a que vengan los ojeadores del Real Madrid asombrados por nuestra calidad futbolística y nos ofrezcan un contrato similar al de cierto jugador portugués. Y en un caso extremo siempre nos queda la posibilidad de infiltrarnos en la cama de algún famoso o famosa y, a raíz de esa proeza, dedicarnos a pasear por platós televisivos demostrando nuestra capacidad de volumen en lo que parecen concursos de griterío.


Resumiendo, para no aburrir a mis leales lectores. Los chicos de esta edad necesitan algún estímulo para avanzar correctamente en sus estudios. Si ese incentivo no se encuentra en la sociedad o en la televisión, debería encontrarse en el ámbito familiar. Si no existen esos incentivos, apaga y vámonos, pues ese desdichado adolescente está predestinado a ser carne de cañón de por vida. Puede que haya quien piense que exagero. No negaré que he generalizado, que a veces se dejan ver alumnos con un grado de responsabilidad aceptable o padres realmente implicados, pero créanme si les digo que ni unos ni otros superan el veinte por ciento del total. En cualquier caso el tiempo, por desgracia, el tiempo me dará la razón. Hablemos si no dentro de quince años. Hasta entonces, buena suerte.

3 comentarios:

  1. Saludos "Odiseo". Ante nada, querría disculpar el tiempo tardado en contestar -el cual, realmente, desconozco cuánto es- el comentario que me escribiste en la entrada sobre Bach -y Casals- (no es que tenga precisamente habitualmente comentarios, cosa que sería de agradecer seguro! jeje). La afiliación mútua me parece realmente razonable puesto que lo que he leído aquí -he estado un buen rato 'navegando' por esta Ὀδύσσεια, y la verdad es que tienes artículos muy interesantes -a mi modo de ver si más no-.

    Ejemplificando, querría opinar acerca del texto sobre educación (2). Estoy de acuerdo ante todo en que la sociedad de hoy en día acerca a los jóvenes -aún me siento yo joven, quede dicho- a una espiral de comodidad en el no-conocimiento que antes no parecía razonable. Si bien es cierto que antes unos pocos estudiaban, también era cierto que el prestigio y privilegio que éstos tenían era algo que brillaba más que hoy en día. Hoy TODOS tenemos que estudiar. Se tiene que hacer, tal como trabajar y hasta otros posibles rituales sociales varios. El problema aparece -como todo- cuando la vida se debe resumir en números. No por la incapacidad abstracta ni que se nos subyugue a sistemas abstractos (pues también es cierto que aportan ciertas puntualizaciones de gran importancia), sino es que se olvida uno de lo primordial.

    Lo primordial aquí es aprobar. No aprender. Llegar al 5, a saber la mitad de lo que te enseñan o deberías haber aprendido. Un rendimiento razonablemente triste. Una sociedad que exige 'x' a jóvenes que ven que con 'x/2' (o hasta 'x/3') uno puede sobrevivir en el mundo. Justamente, los jóvenes ven lo que los rodea. Y si nada 'debe' emanar cultura en sus vidas, es lógico que lo vean 'innecesario'.

    No digo que el aprender deba sentirse como algo necesario a modo de 'norma externa', si no más bien la necesidad desde uno mismo, desde el juzgar propio de la vida, el que 'uno crea-vea que necesita saber'.

    ¿Qué diría yo? Apostaría por una sociedad en que se preparara a la gente para vivir de verdad. Y no a sobrellevar cierto lapso endormecido de días desde que somos conscientes hasta que lo dejamos de ser.

    Hoy la sociedad no necesita filosofía, ni historia, ni literatura, ni filología. Tampoco necesita de física, ni álgebra, ni estética (no la de las uñas, la del arte), ni música clásica. Hasta diría que ni necesita de ética ni felicidad.

    Y, siendo sinceros. Lo que no necesitamos es esta sociedad.



    Y nada; desfogado me quedé, la verdad. Te animo de corazón a seguir en este blog, que, ciertamente, me gustó. Tengo en cuenta que a veces puede uno aturdirse ante el 'querer decir algo al mundo' y no saber bien qué, pero creo férreamente que todos podemos aportar un poco de sentir y saber a otros. Espero que podamos comentar 'la jugada' a menudo. Un saludo desde Barcelona-Berlín,

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  2. Saludos, tienes razón en que sin el apoyo y la preocupación de la familia pocos son los estudiantes que pueden llegar a ningún sitio. Mis padres no estudiaron, pero siempre estuvieron encima, incluso me dieron segundas oportunidades cuando fracasé.

    Un saludo

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  3. Gracias por vuestros aportes. Miguel Ángel, eso es muy cierto, la familia te dicta prácticamente el 90% de tu futuro. Por eso es tan importante su implicación en la educación.
    En cuanto al comentario de Ángel, agradecerte ante todo tu apoyo y tus alagos. En cuanto a tu comentario, coincido con casi todo, la sociedad está matando el futuro de muchos jóvenes. Tampoco vamos a negar que casi todos nosotros, cuando estudiábamos, nos preocupaba más llegar al 5 (como tú dices, al x/2) que el hecho de aprender, pero creo que nuestra filosofía era muy distinta. Entre otras cosas, antes el que realmente tenía un 5 era merecido y ganado. Hoy día, prácticamente todos los cincos son regalados, pero realmente no tienen ni la cuarta parte de los conocimientos necesarios.
    En fin, supongo que seguiré hablando del tema que más conozco en sucesivas entradas. Espero teneros por aquí comentando. Muchas gracias y un saludo.

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