Confío en que mi fiel lector no infravalorará aún más mi ya
de por sí escaso nivel cultural si comienzo esta disertación con un brevísimo
diálogo extraído de la serie de animación Shin Chan. En cierta ocasión un
adulto le espetó al pequeño nipón, en un tono imperativo, la frase “¡escúchame
bien, Shin Chan!”, a lo que el protagonista de la serie, ni corto ni perezoso,
le contestó “¡háblame bien! Espero que no me juzguen con demasiada severidad si
reconozco que, en el momento de visualizar esa escena, su humilde servidor
emitió una carcajada que, si bien fue lo suficientemente discreta como para no
dar un cante nada afín a mi tímida personalidad, también fue lo suficientemente
sonoro como para dejar constancia de que aquellas palabras habían pulsado mi
tecla humorística. Ahora bien, ese chiste visual y sonoro, lejos de contentarse
con extraerme esa leve risa, produjo en mi inquieta mente una reflexión que es
mi intención trasmitirle a ustedes a continuación.
No le falta valoración como virtud al hecho de saber
escuchar. Creo que podría aventurarme a decir, sin riesgo a equivocarme
demasiado, que a cualquier persona que quiere expresar una opinión oralmente le
gusta sentirse escuchado y no solamente oído, desde el avispado infante que
apenas compone frases de dos o tres palabras hasta el experimentado orador que
habla en público ante varios cientos de personas. Personalmente me repatean dos
tipos de situaciones. Por un lado tenemos al típico virtuoso de la lengua que
aguarda a que tu voz repose medio segundo para comenzar con ametralladora de
palabras, en muchas ocasiones abordando temas que ni tan siquiera guardan
relación alguna con lo que le estábamos contando, demostrando de forma más que
evidente que ni tenía interés en nuestra exposición ni se toma demasiadas
molestias en ocultar su mentado desinterés. Y por otro lado nos vamos al caso
extremo, aquellas personas que permanecen inalterables ante nuestras palabras.
Sus ojos, aunque pueda estar en dirección a nuestra cara, no nos están mirando,
y la ausencia absoluta de cualquier sonido nos hace presagiar que su mente se
ubica a años luz de nosotros y que, probablemente, si intercaláramos en nuestro
texto alguna frase rompedora del tipo “anoche me acosté con tu mujer”, no se
inmutarían en absoluto. Sin duda, el lograr que tu interlocutor sienta que sus
comentarios son asumidos con interés por nuestra parte es todo un arte.
Ahora bien, el saber escuchar resulta tarea mucho más
sencilla si nuestro contertuliano sabe hablar. Y con esos dos vocablos no me
refiero necesariamente a que tenga que ser un gran orador y usar un lenguaje
sofisticado, culto y repleto de variedad lingüística. Basta con que cumpla los
requisitos que nos marca esa dama cada vez más ausente en nuestro mundo llamada
sensatez. Hay que ser consciente, por ejemplo, de que lo que a nosotros nos
puede resultar interesante, divertido o curioso, a otras personas les puede
resultar soporífero hasta límites inescrutados. Un disparate que me haya
escrito un alumno en un examen puede resultarle atractivo a mis colegas de
profesión, pero no despertaría ni medio gramo de interés en mi abuela. Otro
detalle importante es no convertir una supuesta charla en un monólogo, ya que
hasta las disertaciones más interesantes se pueden volver eternas si a uno no
le dejan ni aportar media palabra. Y como tercer consejo añadiría el hecho de
ser capaces de seguir un hilo conductor lógico, evitar esas conversaciones que
se inician relatando un viaje a París y a los cinco minutos de su comienzo están
tratando el tema de la cría de nutrias en cautividad. ¿Les suena de algo? Los
aficionados a estas ramificaciones verbales suelen coincidir con los monologuistas
que arriba mencionaba.
Es frecuente toparnos con gente que se queja de que su pareja, amigo o
compañero no les prestan la suficiente atención y no se sienten escuchados. Ser
un buen oyente y saber escuchar puede ser tarea harto compleja, pero se hace
todavía más complicada si aquel que pretende ser oído no ayuda con un poco de
sentido común.