domingo, 17 de septiembre de 2017

¡Escúchame bien!



Confío en que mi fiel lector no infravalorará aún más mi ya de por sí escaso nivel cultural si comienzo esta disertación con un brevísimo diálogo extraído de la serie de animación Shin Chan. En cierta ocasión un adulto le espetó al pequeño nipón, en un tono imperativo, la frase “¡escúchame bien, Shin Chan!”, a lo que el protagonista de la serie, ni corto ni perezoso, le contestó “¡háblame bien! Espero que no me juzguen con demasiada severidad si reconozco que, en el momento de visualizar esa escena, su humilde servidor emitió una carcajada que, si bien fue lo suficientemente discreta como para no dar un cante nada afín a mi tímida personalidad, también fue lo suficientemente sonoro como para dejar constancia de que aquellas palabras habían pulsado mi tecla humorística. Ahora bien, ese chiste visual y sonoro, lejos de contentarse con extraerme esa leve risa, produjo en mi inquieta mente una reflexión que es mi intención trasmitirle a ustedes a continuación.
No le falta valoración como virtud al hecho de saber escuchar. Creo que podría aventurarme a decir, sin riesgo a equivocarme demasiado, que a cualquier persona que quiere expresar una opinión oralmente le gusta sentirse escuchado y no solamente oído, desde el avispado infante que apenas compone frases de dos o tres palabras hasta el experimentado orador que habla en público ante varios cientos de personas. Personalmente me repatean dos tipos de situaciones. Por un lado tenemos al típico virtuoso de la lengua que aguarda a que tu voz repose medio segundo para comenzar con ametralladora de palabras, en muchas ocasiones abordando temas que ni tan siquiera guardan relación alguna con lo que le estábamos contando, demostrando de forma más que evidente que ni tenía interés en nuestra exposición ni se toma demasiadas molestias en ocultar su mentado desinterés. Y por otro lado nos vamos al caso extremo, aquellas personas que permanecen inalterables ante nuestras palabras. Sus ojos, aunque pueda estar en dirección a nuestra cara, no nos están mirando, y la ausencia absoluta de cualquier sonido nos hace presagiar que su mente se ubica a años luz de nosotros y que, probablemente, si intercaláramos en nuestro texto alguna frase rompedora del tipo “anoche me acosté con tu mujer”, no se inmutarían en absoluto. Sin duda, el lograr que tu interlocutor sienta que sus comentarios son asumidos con interés por nuestra parte es todo un arte.
Ahora bien, el saber escuchar resulta tarea mucho más sencilla si nuestro contertuliano sabe hablar. Y con esos dos vocablos no me refiero necesariamente a que tenga que ser un gran orador y usar un lenguaje sofisticado, culto y repleto de variedad lingüística. Basta con que cumpla los requisitos que nos marca esa dama cada vez más ausente en nuestro mundo llamada sensatez. Hay que ser consciente, por ejemplo, de que lo que a nosotros nos puede resultar interesante, divertido o curioso, a otras personas les puede resultar soporífero hasta límites inescrutados. Un disparate que me haya escrito un alumno en un examen puede resultarle atractivo a mis colegas de profesión, pero no despertaría ni medio gramo de interés en mi abuela. Otro detalle importante es no convertir una supuesta charla en un monólogo, ya que hasta las disertaciones más interesantes se pueden volver eternas si a uno no le dejan ni aportar media palabra. Y como tercer consejo añadiría el hecho de ser capaces de seguir un hilo conductor lógico, evitar esas conversaciones que se inician relatando un viaje a París y a los cinco minutos de su comienzo están tratando el tema de la cría de nutrias en cautividad. ¿Les suena de algo? Los aficionados a estas ramificaciones verbales suelen coincidir con los monologuistas que arriba mencionaba.
Es frecuente toparnos con gente que se queja de que su pareja, amigo o compañero no les prestan la suficiente atención y no se sienten escuchados. Ser un buen oyente y saber escuchar puede ser tarea harto compleja, pero se hace todavía más complicada si aquel que pretende ser oído no ayuda con un poco de sentido común.

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