sábado, 6 de marzo de 2010

Acostumbrado a las costumbres

¿Se deben respetar las tradiciones? El contestar a esta pregunta, afirmativa o negativamente, de buen seguro haría engordar notablemente mi círculo de enemigos íntimos. No obstante, el objetivo primordial de este breve artículo no es otro que defender la posibilidad de someter a crítica estas costumbres. Está lejos de ser justo el hecho de que una tradición, por el mero hecho de llevar a cuestas esa etiqueta, se vea exenta de juicios y valoraciones objetivas.

Pondría la mano sobre una ardiente llama de fuego al afirmar que más de uno de mis afables lectores, con únicamente este escueto párrafo, ha atraído a su mente inquieta la imagen de cierto animal, al cual muchos se asemejan en las fotografías cuando tienen tras de sí al bromista de turno, y la despótica manera que se tiene de hacer de él carne de cañón. Tampoco dudo que si le dedican unos breves minutos a la búsqueda de ejemplos costumbristas no faltarán en sus respuestas días de celebraciones diversas, que se dirían nuestras únicas oportunidades de demostrar nuestro afecto a seres allegados, o problemas de capacidad bucal cuando nos proponemos ingerir en tiempo record una docena de diminutas frutas al comienzo de cada esperanzador año. En fin, una importante cantidad de ejemplos que podría detallar, mas optaré por no infringir sopor al personal, amen de otras tantas ilustraciones que el abandono momentáneo de las musas hace que no recuerde.

Si bien estos ejemplos probablemente estén aceptados por todos como tradiciones, es mi deseo profundizar un poco más, alcanzar un nivel superior y reflexionar sobre usos que quizá no denotaríamos como tradiciones, sino más bien como costumbres o hábitos, y tal vez ese es el motivo de que originen menos polémica que los anteriormente mencionados. Debo aclarar que no estoy haciendo referencia a rutinas personales, las pequeñas manías de cada uno de las que cada cual es dueño y que son realmente las que nos definen como personas. Mi intención es referirme a formas de actuar aceptadas por la inmensa mayoría y nunca sopesada su practicidad. Para mayor claridad les intentaré ilustrar con el ejemplo que originó en mí la idea de tratar este asunto.

¿Se han preguntado en alguna ocasión por qué utilizamos numeración romana para los siglos o para la ordenación de reyes y papas? Si se examina con detenimiento, los números romanos, en la práctica, son considerablemente menos útiles que nuestro sistema actual, el arábigo. Por cierto, permítanme este minúsculo paréntesis para corregir esa nomenclatura, pues si bien nuestros números actuales fueron tomados de los árabes, no fueron ellos sus inventores, sino que se limitaron a introducirlo en occidente aprendido en la India.

Les decía que este sistema de escritura numérica es francamente inútil y engorroso. Por un lado, tenemos la notable desventaja, más aún cuando solemos ser fieles seguidores de la ley del mínimo esfuerzo, de la elevada longitud, en ciertos valores, del sistema de letritas con respecto al de nuestros diez dígitos. ¿Acaso no nos produce una inmensa pereza pensar que hemos de referirnos al papa de mitad del siglo XX (¡otra vez los dichosos caracteres romanos!) como Juan XXIII, siendo más breve Juan 23? Por no hablar cuando deseamos conocer el año de edición de un libro con cierta antigüedad y hemos de poner los cinco sentidos en interpretar que la serie MCMXLIX hace referencia al año 1949.

Por otra parte, si alguna vez han sentido la picante curiosidad de intentar sumar dos cifras en la notación que nos atañe se darán cuenta inmediatamente de que lo más cómodo es traducir a nuestro sistema actual y realizar la adición como los enseñaron nuestros adorados maestros en nuestra más tierna infancia. Sin entrar en detalles muy rigurosos, simplemente diré que el motivo de esta dificultad reside en que no estamos ante un sistema de numeración posicional. Dicho de otra forma, cada carácter romano tiene siempre el mismo valor se ubique donde se ubique, mientras que en nuestros incomprendidos números arábigos el símbolo 5 puede significar cinco, cincuenta, quinientos… dependiendo si se encuentra en el último, penúltimo o antepenúltimo lugar. Esto, que así dicho puede parecer enredoso, es la ventaja fundamental de estos números y la culpable de que los algoritmos de las operaciones aritméticas elementales estén al alcance de todos.

Resumiendo, que no quisiera centrarme en un único ejemplo habiendo tantos donde elegir, simplemente quiero defender el derecho a que todos nuestros hábitos generalizados sean sometidos a juicio y, si no logran superar la prueba de la practicidad, sean suplantados de inmediato, mal nos pese en el aspecto sentimental y nostálgico.

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