sábado, 8 de julio de 2017

Profesor nativo


Es hecho bastante evidente que en este nuestro cañí país tenemos un serio problema con los idiomas. No pretendo divagar aquí sobre si todos deberíamos de tener un dominio elevado del inglés o si no debería dársele tanta importancia, pero lo que está claro es que algo falla cuando nuestros pupilos llevan trabajando la lengua de Shakespeare desde los tres años hasta, como mínimo, los dieciséis o dieciocho, incluso algunos apoyados por ese nefasto invento del siglo XXI llamado enseñanza bilingüe, del cual espero animarme a escribir algún día, y aún así las pasan canutas cuando un angloparlante les espeta en la cara una frase de más de cuatro palabras.
Aparcando al margen los posibles motivos de este más que mediocre nivel de idiomas, es el pan nuestro de cada día toparnos con gente que, siguiendo aquella frase hecha que sentencia que la necesidad apremia, recurre a ayuda externa en su búsqueda de un aumento en su destreza de esa lengua con el objetivo de que ese nivel medio-alto que aparece en su curriculum no sea del todo falso. Las escuelas oficiales de idiomas son su primera opción, por públicas y por gratuitas, aunque por esos precisos motivos se sitúan a veces algo alejadas de su alcance. Así pues, no queda otra alternativa que recurrir a la enseñanza privada: grandes franquicias nacionales, academias de barrio o profesores particulares.
Y es en esta búsqueda donde nos topamos con el mayor reclamo para estos necesitados prototipos de estudiantes: las palabras mágicas “profesor/a nativo/a”. Los profesionales del sector cuentan con que esos dos vocablos basten para convencer a sus hipotéticos alumnos de que el nivel docente de su profesor es óptimo y le garantiza un incremento notable de sus conocimientos. Desconozco si, en efecto, estas empresas logran o no su finalidad con este simple reclamo, pero de lo que sí que estoy seguro es de que el hecho de que alguien haya visto la luz en un país angloparlante lo convierta por ese mero dato en un experto docente de su lengua materna.
Por compararlo con un ejemplo bastante extremo, imaginen un niño de unos seis años al que hay que enseñar a sumar con llevadas y tenemos dos candidatos: un catedrático en matemáticas con una tesis doctoral cum laude sobre teoría de intermódulos abelianos topológicamente compactos (no busquen eso en google, me lo acabo de inventar, pero suena complicado, ¿verdad?) y un maestro de primaria acostumbrado a tratar con esas cabezas aún inmaduras y conocedor del cerebro infantil cuyos conocimientos matemáticos apenas van más allá de las cuatro operaciones aritméticas. Es obvio que el primero sabe sumar con llevadas con los ojos cerrados, pero creo que todos optaríamos por el segundo sujeto para llevar a cabo la misión arriba expuesta.
Adelantándome a cualquiera que esté tentado a tergiversar mis palabras, debo aclarar que jamás he querido ni tan siquiera insinuar que la condición de nativo convierta a alguien necesariamente en mal profesor. Nada más lejos de la realidad, de hecho tienen un alto porcentaje de las características necesarias para una correcta docencia del idioma, principalmente si el pupilo ya posee de por sí un elevado nivel de inglés y su intención es lograr perfeccionamiento y soltura. Pero no olvidemos que el conocimiento profundo de la lengua es solamente una fracción de las condiciones que debe reunir el perfecto profesor de inglés. De ser suficiente dicho control del idioma para trasmitirlo a profanos en la materia, cualquier lector de mi humilde blog, como experto en la lengua castellana que es (no tengo demasiadas aspiraciones a que mis desvaríos se traduzcan a otros idiomas), debería sentirse capacitado para inculcar la lengua cervantiana a cualquier persona natural de un país no hispanohablante, y sinceramente creo que no es el caso. Al menos quien les escribe se ve completamente imposibilitado para esa misión.

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