domingo, 19 de noviembre de 2017

Trabajo no remunerado


Es casi inherente al ser humano su desmesurado interés por aparecer en los distintos medios de comunicación. Si vemos una cámara de televisión procuramos pasearnos por el ángulo que calculamos que abarca, algunos con gestos esperpénticos para no pasar desapercibidos, otros de forma más discreta pero con el rabillo del ojo puesto en el objetivo, por no hablar de aquella vez que vamos a un concierto, un partido o a alguna aglomeración de gente similar y al día siguiente nos buscamos en la foto del periódico cual si de un libro de “Dónde está Wally” se tratara.
Eso sí, que ningún lector interprete este párrafo introductorio en tono de queja, me parece una postura más que respetable y, de hecho, quien les escribe ha de confesarles que guarda en una carpeta de viejos recuerdos un par de recortes de un diario regional en el cual aparece en una foto que acompañaba la crónica de un partido de fútbol sala. Pero la crítica (que no puede ausentarse en un ensayo de este blog) no va dirigida a esta actitud sino a la manera en que algunas empresas y medios se nutren de ella.
Por una parte nos encontramos con ciertas marcas que, en una estrategia para reducir gastos, disfrazan de concursos algunos de sus trabajos para que sean los propios consumidores los que activen sus neuronas y aporten sus ideas al negocio con el único posible premio de que su aportación sea seleccionada para llevarla a cabo: “diseña el nuevo dibujo para la caja de nuestro producto y verás tu creación impresa en ella”, “participa en tal desfile y podrás ser la nueva imagen de nuestra firma de ropa”, “crea un eslogan con gancho y lo podrás escuchar en nuestros próximos anuncios”, etc. ¿Les suena algún caso similar? Tretas que engatusan al usuario que sólo obtendrá a cambio un reconocimiento visual pero que cuyo verdadero objetivo es ahorrarse los honorarios del diseñador gráfico, la modelo o el guionista de turno.
Por otro lado, el incesante auge de las nuevas tecnologías y las redes sociales ha producido que muchos medios de comunicación, especialmente televisivos y radiofónicos, rellenen varios minutos de su parrilla con aportaciones de los espectadores. Desde hace años era frecuente, sobre todo en radio, las interactuaciones entre el locutor de rigor y un radioyente que quería dar su opinión sobre el tema tratado, pero actualmente ya hasta pueden prescindir del periodista en cuestión, ya que con cierta aplicación mundialmente conocida el oyente puede enviar sus monólogos y, junto a otro acopio de notas de audio, ocupar un buen porcentaje del programa. Algo similar ocurre en televisión, donde la audiencia puede colaborar mandando sus comentarios a través de un pajarito azul, a veces como mero acompañamiento al programa pero otras veces incluso como únicos protagonistas de la pantalla.
El primer caso arriba mentado no me resultaría tan amargo si no fuera por el descaro de las empresas que se aprovechan de la ilusión de la gente que cede su capacidad artística con tal de ver su dibujo en el pasillo de las galletas de todos los supermercados del país. El segundo caso reconozco que me irrita bastante más, ya que cuando conecto la televisión o el transistor (qué añeja me suena ya esa palabra) mi intención es ver y/o escuchar a un periodista formado y buen profesional que cumpla con su menester, no a un cualquiera soltar su opinión, la cual, con todos mis respetos, me importa un bledo. Otra cosa es que a veces el propio locutor o presentador sea de tan bajo nivel que merezca menos mi interés que la nota de audio de cualquier oyente, eso es otro tema que quizá me anime a tratar en futuras entradas, pero en cualquier caso eso no justifica que dejen parte de su trabajo a gente de a pie que, por otra parte, no va a ver ni una peseta a cambio.

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