No seré yo quien niegue que las guerras acontecidas o los monarcas que impusieron sus leyes marcan considerablemente el devenir de una época, pero afortunadamente para el mundo existen innumerables factores que la pueden llegar a definir con mucha mayor precisión. Me siento incapaz de resistirme a recitarles estas siete palabras de don Silvio Rodríguez: los hombres sin historia son la historia. Pensemos si no en la prehistoria. Es imposible conocer un solo nombre propio de esos remotos tiempos ancestrales, mas, sin embargo, hemos conseguido descubrir ciertas costumbres y avances del hombre (entiéndase la humanidad) tanto de Cromañón y de Neanderthal como de sus primos hermanos. Lo chocante del asunto es que cuando nos ponen a prueba sobre nuestra cultura acerca de, por ejemplo, el siglo XV, nuestra mente evoca sin vacilar el descubrimiento de América o la expulsión de los musulmanes de la península por parte de los Reyes Católicos, pero la inmensa mayoría de nosotros, ustedes mis lectores y yo, no lo nieguen, no tenemos ni idea de generalidades del hombre de a pie. En qué trabajaban o a qué dedicaban su tiempo libre son preguntas que estoy convencido tienen respuestas conocidas, pero que los libros de historia jamás nos dieron.
Sería ciertamente triste que a cada uno de nosotros nos recordaran exclusivamente por dos o tres acontecimientos puntuales de nuestra existencia. Afirmo con la mano en el fuego que todos esperamos que, amén de esos dos o tres hechos, se recuerde nuestro carácter, nuestro trabajo diario, nuestro trato a nuestros semejantes, en fin, que se nos recuerde a nosotros, no a lo que hicimos el dieciséis de abril en que teníamos veinticinco años. Igualmente considero que lo justo sería que, cuando la imparable línea del tiempo alcance el venidero vigésimo segundo siglo, se conozca este principio de milenio, mal que me pese, como una época donde la gente disfrutaba escuchando la vida privada de otra gente destinada a tal efecto y desperdiciando periodos de casi dos horas observando con milimétrica precisión como veintidós sujetos en calzoncillos patean sin piedad un esférico.
Pidiendo mi más sincero perdón por esta inevitable crítica social que mis dedos transcribieron casi sin poder yo controlarlo, volvemos al asunto que nos ocupa.
Si, como es dicho recurrente entre los defensores de esta materia, debemos conocer nuestro pasado para encarar con garantías nuestro presente, quizá nos fuera mucho más útil conocer la vida de quienes fueron nuestros iguales de hace algunos años o siglos que conocer las peripecias, devaneos y heroicidades de los más variopintos monarcas, especialmente porque dudo fervientemente que ni un servidor ni ustedes, compañeros de fatigas, alcancemos jamás a saber lo que se siente postrado en un sillón real (si casualmente don Juan Carlos está leyendo estas líneas le mando un fuerte abrazo y le pido mil disculpas por englobarlo en el mismo grupo que el resto de sus plebeyos).
Así pues, confío en que después de mis delirios literarios nadie me considere un detractor del estudio de la historia. Nada más lejos de la realidad. Quiero y deseo que se nos enseñe toda la historia, toda, saber cómo fueron nuestros antepasados, qué avances científicos hubo, cómo se evolucionó de los vestidos del siglo XVI a los vaqueros de hoy, quiénes eran los admirados ídolos de nuestros tataratataratatarabuelos, en fin, tantas y tantas cuestiones que podremos, sin duda, investigar por nuestra cuenta pero que deberían ser patrimonio de la humanidad y estar dentro de nuestra cultura general básica.