sábado, 23 de enero de 2010

Dudando si dudar

Tenía yo dieciséis años cuando incorporé a mi vocabulario la palabra “escéptico”. La escuché por primera vez en referencia a una doctrina filosófica de la antigua Grecia, pero su significado actual era quizá uno de los adjetivos que mejor me definían. Desconozco si es una virtud o un defecto, pero casi desde que mi raciocinio comenzó su madurez he sido un escéptico de pies a cabeza. Comencé sin piedad a cuestionar todo lo que veía, leía u oía, y es una experiencia que recomiendo fervientemente a todo aquel que desee sentirse por unos instantes juez (y parte) de su propio mundo.


No tienen ustedes más que tomar para muestra dos periódicos, dos emisoras de radio o dos cadenas televisivas cuyo posicionamiento político sea diametralmente opuesto. A veces uno pudiera pensar que ha comprado la prensa de dos días distintos, pues la diferencia de los datos resulta realmente espeluznante, incluso cuando se trata de datos a priori objetivos. Además, para mayor ironía, ninguno de los dos suele relatar el acontecimiento con excesiva veracidad.


Me encuentro, no obstante, en la obligación de aclarar que el hecho de cuestionar todo aquello que se cruza en el camino no significa en absoluto que la mente sea capaz de vislumbrar una solución satisfactoria para cada encrucijada. Nada más lejos de la realidad. Lo más habitual es que la duda se convierta en nuestra fiel acompañante durante un amplio abanico de los devaneos de nuestro espíritu. La opción más probable es crecer con una infinidad de misteriosos asuntos sin respuesta concisa, pero me consuela el saber que al menos nadie logrará que acepte sin más sus engaños.


Intentando evitar cualquier inoportuno malentendido no desaprovecharé la ocasión de precisar que no se me debe considerar con una persona de mentalidad e ideas cerradas, lo que en el lenguaje coloquial llamaríamos un cabezón. Mis opiniones pueden variar perfectamente y soy capaz de aceptar sin regañadientes cualquier certeza siempre que los argumentos y palabras sean lo suficientemente convincentes. No en vano, y siendo hombre de ciencias, en más de una ocasión me he visto forzado a respetar y compartir teorías o resultados que, siendo contrarios a mi intuición, me han sido demostrados con rigor científico. Cuando la ciencia habla, la intuición, aunque suela ser quien origina todo descubrimiento, debe mantenerse al margen.


Lo curioso del asunto, sincerándome ante ustedes, es que a veces, como dice el título de esta entrada, dudo si debo seguir dudando de todo. Dudar, sin duda, es bueno, nos abre la mente y nos prepara ante los peligros imprevisibles de la vida. Mas cuando observamos a individuos, por su carácter, más ingenuos, más cándidos, pero felices en su inocencia, sin explotar sus neuronas con incógnitas en su mayoría escasamente prácticas, es inevitable sentir un punto de envidia. ¿Por qué abrumar a nuestro cerebro con incertidumbres sobre la certeza de la llegada del hombre a la luna en agosto de 1969 pudiendo simplemente deleitarse y jactarse de la superioridad del homo sapiens con respecto al resto de razas vivientes, conocidas y por conocer? Supongo que es algo que no podemos elegir. Hay personas que, por su propia naturaleza, tienen una ardorosa tendencia a creer cualquier cosa que reciben sus cinco sentidos y gente que, mal que le pese a muchos políticos y gente con ansias de convertirnos en marionetas, continuaremos desconfiando de todo, especialmente de ellos.


En cualquier caso, con la finalidad de poder sentir eventualmente una sensación con ciertas similitudes a la ingenuidad, de un tiempo a esta parte he optado por buscar una posición salomónica. Como dicen que en el medio está la virtud, procuro, en la medida que mi inquieta vena científica me lo permite, preguntarme solamente lo imprescindible, aparcar mis dudas cuando no sean estrictamente necesarias y dedicarme al deleite del espíritu a través de los sentidos. Ese es mi amigable consejo. No dejen nunca de dudar, pero a la vez que dudan, plantéense si la respuesta a cada una de esas preguntas les son realmente necesarias. Sean capaces de deleitarse unos minutos siguiendo con su mirada el planear de una gaviota sin preguntarse si realmente es una especie nacida de la evolución darwiniana o proceden de algún extraño experimento genético y, como en su momento visualizó Hitchcock, un día se revelarán contra la humanidad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Gracias por tu aporte. ¡Vuelve pronto!