Es frecuente y
lógico que el ser humano se alegre de las dichas de aquellos que considera
familia o amigos. Si atendemos a la definición de amistad es normal que
deseemos que nuestro compañero de pupitre supere con nota el examen, que a
nuestro colega laboral le den un cargo importante y que a nuestro querido
familiar le suban el sueldo. Ahora bien, quien les escribe considera, y tiene
el amable lector total potestad para rebatirme si opina que yerro en esta
afirmación, que esos prósperos deseos tienen un límite, y ese límite no es ni
más ni menos que nuestra propia persona. Que mi compañero apruebe el control,
por supuesto, pero con no más de un ocho y medio que es mi nota, que a mi
colega le den un buen puesto en la empresa, pero siempre sin que se eleve sobre
mí, y por descontado que mi cuñado, con el que tan buenos ratos paso, puede
cobrar lo que quiera siempre que no sobrepase el umbral de mi salario. De no
ser así, como seres cívicos y educados que somos, esbozaremos una gran sonrisa
y felicitaremos a aquel que acaba de superarnos, pero en lo más profundo de
nosotros mismos encontraremos esa incómoda sensación de sentirnos achicados y
abatidos.
Mas,
remitiéndome a una célebre frase hecha, siempre existe la excepción que confirma
la regla, y en este caso dicha excepción viene personalizada por nuestra prole.
Si son nuestros hijos los que nos han dejado a la altura del betún, no
solamente no nos empequeñecerá sino que nos encontraremos en extremo orgullosos
y ansiosos por proclamarlo a los cuatro vientos. Hago esta afirmación a día de
hoy cuando ya tengo el honor de ser padre, pero quiero que conste en acta que
esta misma opinión habitaba en mi cerebro desde mucho antes de serlo. De
siempre he anhelado que cualquier fruto que pudiera engendrar con ayuda de mi
santa esposa rebasara mi listón, que fuera mucho más guapo que yo (cosa que, a
quién voy a engañar, no le iba a ser muy complicada), que superara mi nivel de
estudios y, en general, que triunfara en todos los aspectos de la vida
ninguneando mis escasas victorias. Prueba de este hecho que expongo es la
célebre frase que los oídos de mis fieles lectores habrán asimilado en alguna
ocasión y que reza algo así como “quiero darle a mis hijos todo aquello que no
pude tener yo”.
Ahora bien,
existe una abismal diferencia entre mi opinión arriba expuesta y la nefasta
actitud de algunos padres que pretenden magnificar a sus descendientes a
cualquier precio. Aun siendo conscientes de que esos chicos, como todo hijo de
vecino, son imperfectos, en primer lugar se desviven por pulir esos defectos
(lo cual no sería reprochable de no ser porque a veces esa insistencia se
convierte en una tortura para que salten obstáculos mucho más altos que sus
propias limitaciones), y si esto no funciona, harán lo inhumano por ocultarlo
ante los ojos del prójimo, pasando por la mentira si es preciso. Existen miles
de ejemplos, como la típica ornamentación en las notas ante los ojos del vecino
del cuarto, pero quisiera centrarme en el aspecto deportivo.
Cuando uno
visualiza un partido entre infantes o adolescentes lo que espera ver es un
grupo de chicos o chicas que gustan de practicar ese deporte y que disfrutan
haciéndolo. En ocasiones es así, pero el verdadero espectáculo se encuentra,
paradójicamente, entre los espectadores. Padres al borde del infarto por el
fallo del hijo, madres que amenazan al jugador rival que le hizo falta a su
retoño, abuelos insultando al árbitro porque consideran que perjudica a su
nieto, el pan nuestro de cada día, mas un pan duro y enmohecido. Deseo pensar
que en estos vergonzosos momentos dichos progenitores se olvidan de que son el
espejo en el que sus hijos se miran, ya que de actuar así siendo conscientes de
este hecho se triplicaría la mala imagen que sobre ellos cae ante mis ojos,
pero aun sin que su conciencia se percate de ello el efecto es similar: están
promulgando un nefasto modelo para su descendencia. Permítame el lector
recurrir a palabras de Albert Einstein para darle el toque culto a este ensayo.
“Dar ejemplo no es la principal manera de influir sobre los demás; es la única
manera”, dijo en alguna ocasión el físico. Así pues, con estos modelos dichos
chicos aprenderán a no aceptar sus errores, a culpar a cualquiera que tenga a
mano de sus propios fallos y a no acatar de buen grado una derrota.
Todos
quisiéramos tener en nuestro libro de familia al futuro fichaje del campeón de
la Champions, al científico que descubra la cura del cáncer o al solista del grupo
con más discos de platino pero, nos guste o no, esto no podemos elegir. Puede
que tu hijo haya nacido con una torpeza innata para patear un balón, que le
cueste horrores resolver una simple ecuación o que tenga el mismo sentido
musical que una vaca, cosas que por más que nos empeñemos no podremos cambiar. Pero
lo que sí podemos hacer y para lo que no se precisa ninguna habilidad
extraordinaria es hacer de nuestros sucesores personas sensatas, honradas,
humildes, sensibles, trabajadoras y educadas. Vamos, lo que vulgarmente se
conoce como “una buena persona”.
Estoy totalmente de acuerdo. Lo que sí depende de nosotros y a lo que debemos dedicar toda nuestra energía es a hacer de nuestros hijos e hijas unas buenas personas, con conciencia crítica y social.
ResponderEliminarEstoy totalmente de acuerdo. Lo que sí depende de nosotros como padres y madres es hacer de nuestros retoños unas futuras buenas personas, con conciencia crítica y social.
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