sábado, 17 de septiembre de 2016

Predicando con el mal ejemplo


Es frecuente y lógico que el ser humano se alegre de las dichas de aquellos que considera familia o amigos. Si atendemos a la definición de amistad es normal que deseemos que nuestro compañero de pupitre supere con nota el examen, que a nuestro colega laboral le den un cargo importante y que a nuestro querido familiar le suban el sueldo. Ahora bien, quien les escribe considera, y tiene el amable lector total potestad para rebatirme si opina que yerro en esta afirmación, que esos prósperos deseos tienen un límite, y ese límite no es ni más ni menos que nuestra propia persona. Que mi compañero apruebe el control, por supuesto, pero con no más de un ocho y medio que es mi nota, que a mi colega le den un buen puesto en la empresa, pero siempre sin que se eleve sobre mí, y por descontado que mi cuñado, con el que tan buenos ratos paso, puede cobrar lo que quiera siempre que no sobrepase el umbral de mi salario. De no ser así, como seres cívicos y educados que somos, esbozaremos una gran sonrisa y felicitaremos a aquel que acaba de superarnos, pero en lo más profundo de nosotros mismos encontraremos esa incómoda sensación de sentirnos achicados y abatidos.
Mas, remitiéndome a una célebre frase hecha, siempre existe la excepción que confirma la regla, y en este caso dicha excepción viene personalizada por nuestra prole. Si son nuestros hijos los que nos han dejado a la altura del betún, no solamente no nos empequeñecerá sino que nos encontraremos en extremo orgullosos y ansiosos por proclamarlo a los cuatro vientos. Hago esta afirmación a día de hoy cuando ya tengo el honor de ser padre, pero quiero que conste en acta que esta misma opinión habitaba en mi cerebro desde mucho antes de serlo. De siempre he anhelado que cualquier fruto que pudiera engendrar con ayuda de mi santa esposa rebasara mi listón, que fuera mucho más guapo que yo (cosa que, a quién voy a engañar, no le iba a ser muy complicada), que superara mi nivel de estudios y, en general, que triunfara en todos los aspectos de la vida ninguneando mis escasas victorias. Prueba de este hecho que expongo es la célebre frase que los oídos de mis fieles lectores habrán asimilado en alguna ocasión y que reza algo así como “quiero darle a mis hijos todo aquello que no pude tener yo”.
Ahora bien, existe una abismal diferencia entre mi opinión arriba expuesta y la nefasta actitud de algunos padres que pretenden magnificar a sus descendientes a cualquier precio. Aun siendo conscientes de que esos chicos, como todo hijo de vecino, son imperfectos, en primer lugar se desviven por pulir esos defectos (lo cual no sería reprochable de no ser porque a veces esa insistencia se convierte en una tortura para que salten obstáculos mucho más altos que sus propias limitaciones), y si esto no funciona, harán lo inhumano por ocultarlo ante los ojos del prójimo, pasando por la mentira si es preciso. Existen miles de ejemplos, como la típica ornamentación en las notas ante los ojos del vecino del cuarto, pero quisiera centrarme en el aspecto deportivo.
Cuando uno visualiza un partido entre infantes o adolescentes lo que espera ver es un grupo de chicos o chicas que gustan de practicar ese deporte y que disfrutan haciéndolo. En ocasiones es así, pero el verdadero espectáculo se encuentra, paradójicamente, entre los espectadores. Padres al borde del infarto por el fallo del hijo, madres que amenazan al jugador rival que le hizo falta a su retoño, abuelos insultando al árbitro porque consideran que perjudica a su nieto, el pan nuestro de cada día, mas un pan duro y enmohecido. Deseo pensar que en estos vergonzosos momentos dichos progenitores se olvidan de que son el espejo en el que sus hijos se miran, ya que de actuar así siendo conscientes de este hecho se triplicaría la mala imagen que sobre ellos cae ante mis ojos, pero aun sin que su conciencia se percate de ello el efecto es similar: están promulgando un nefasto modelo para su descendencia. Permítame el lector recurrir a palabras de Albert Einstein para darle el toque culto a este ensayo. “Dar ejemplo no es la principal manera de influir sobre los demás; es la única manera”, dijo en alguna ocasión el físico. Así pues, con estos modelos dichos chicos aprenderán a no aceptar sus errores, a culpar a cualquiera que tenga a mano de sus propios fallos y a no acatar de buen grado una derrota.
Todos quisiéramos tener en nuestro libro de familia al futuro fichaje del campeón de la Champions, al científico que descubra la cura del cáncer o al solista del grupo con más discos de platino pero, nos guste o no, esto no podemos elegir. Puede que tu hijo haya nacido con una torpeza innata para patear un balón, que le cueste horrores resolver una simple ecuación o que tenga el mismo sentido musical que una vaca, cosas que por más que nos empeñemos no podremos cambiar. Pero lo que sí podemos hacer y para lo que no se precisa ninguna habilidad extraordinaria es hacer de nuestros sucesores personas sensatas, honradas, humildes, sensibles, trabajadoras y educadas. Vamos, lo que vulgarmente se conoce como “una buena persona”.

2 comentarios:

  1. Estoy totalmente de acuerdo. Lo que sí depende de nosotros y a lo que debemos dedicar toda nuestra energía es a hacer de nuestros hijos e hijas unas buenas personas, con conciencia crítica y social.

    ResponderEliminar
  2. Estoy totalmente de acuerdo. Lo que sí depende de nosotros como padres y madres es hacer de nuestros retoños unas futuras buenas personas, con conciencia crítica y social.

    ResponderEliminar

Gracias por tu aporte. ¡Vuelve pronto!