lunes, 13 de marzo de 2017

El deber nos llama



Sabe mi fiel lector que no es este un lugar de actualidad, que un servidor no acostumbra a divagar sobre temas candentes en el panorama nacional o internacional y que más bien las entradas suelen versar sobre temas tan variopintos e inusuales como el uso de las palabrotas o la edad adecuada para la confirmación. Pero ya que la excepción confirma la regla, o como dicen aquellos inmersos en una estricta dieta, por una vez no pasa nada, y ya que además el asunto me toca de cerca cual tangente a su curva, hoy me permitiré el lujo de reflexionar sobre un tema habitual estos últimos meses en noticiarios, periódicos y sitios virtuales diversos.
Cada año se publican con regularidad los resultados que evalúan a nuestros estudiantes a nivel mundial, los famosos informes PISA y similares, y ya no nos sorprende ver a nuestra cañí nación estancada en el último tercio de la lista, coqueteando con el descenso si de una competición deportiva se tratara. Y, formando parte también de esta tradición, tras conocer estos resultados toca buscar culpables de tal fracaso por parte de políticos y pedagogos que jamás se han puesto ante treinta adolescentes con las hormonas revolucionadas y les han intentado enseñar a resolver ecuaciones de segundo grado.
Entre los supuestos responsables de tan escaso nivel se han incluido factores tan variados como la mala preparación del profesorado, el exceso de inmigración, las dificultades económicas de las familias o la escasez de nuevas tecnologías como medio idóneo para el aprendizaje, pero en esta ocasión hemos sobrepasado cualquier límite y se ha buscado al culpable más sorprendente posible: los deberes.
Tan agresivamente está atacando el fiscal a este presunto culpable que hasta nos hemos encontrado con sorprendentes huelgas de deberes (no está mal la excusa: “Juanito, ¿has hecho tus tareas?”, “No, maestra, es que he hecho huelga de deberes”), y lo que resulta más paradójico es que quienes parecen más interesados en abolir esta supuesta tortura infantil son los propios progenitores, los mismos que repiten en cada momento que desean el mejor futuro posible para sus hijos. Para colmo fueron alentados por un imbécil anuncio televisivo de cierta conocida empresa sueca que daba a entender que la realización de algunas tareas vespertinas era incompatible con una adecuada vida familiar.
Entre algunos de los pobres argumentos que ofrecen los de la liga anti-deberes encontramos uno hábilmente sacado de contexto: en los países punteros en las pruebas arriba mencionadas, estilo Finlandia, no se mandan deberes a los alumnos. Olvidan dichos detractores el hecho de que el no tener tareas obligatorias no equivale a que esos estudiantes no tomen cada tarde sus libros y apuntes y repasen lo impartido esa mañana, y casi con total probabilidad durante más tiempo del que los nuestros dedican a ejecutar sus deberes. La clave no es ni más ni menos que una abismal diferencia de mentalidad y contexto social. Piensen ustedes en un grupo de nuestros alumnos españolitos (o en ustedes mismos en el momento de serlo) a los cuales no se les ha ordenado ninguna tarea obligatoria para una determinada tarde en ninguna materia. Salvo que tengan algún examen de forma inminente (y aquí inminente equivale a uno o dos días vista como mucho) la inmensa mayoría de ellos asumirían esas horas como tiempo de ocio.
Un par de veces he sido “amenazado” por algún pupilo espabilado afirmando que se va a aprobar una ley por la que no les voy a poder mandar deberes. Mi respuesta, sorprendente para ellos, se la reproduzco a continuación. Si hablo egoístamente, tanto a mí como a cualquier docente nos vendría de maravilla el hecho de olvidarnos de los deberes: no perderíamos sus diez minutos mínimo de cada clase en la correspondiente corrección, lo cual nos permitiría con más facilidad cumplir nuestros temarios, y además el cálculo de la nota de cada alumno sería tan sencillo como una media aritmética objetiva de las pruebas escritas, olvidándonos de tener en cuenta el factor del trabajo en casa. Repito que esto es una opinión completamente egoísta, ya que no me cabe duda de que con este método la aceleración con la que caerían los resultados no tendría nada que envidiarle a la mismísima gravedad.
Podría divagar durante largos párrafos para defender esta costumbre tan insana para algunos pero mi autoimpuesto criterio de no eternizar mis entradas me obliga a aparcar mis reflexiones en este párrafo, invitando a cualquiera, defensor o detractor de los deberes, a corroborar, complementar o criticar mi postura y así comenzar un sano debate sobre esta cuestión.

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