viernes, 5 de mayo de 2017

Entre el orgullo y el gorroneo


Se suele escuchar o recurrir con cierta frecuencia a la expresión que nos habla de una delgada línea que separa tal cosa de tal otra. No me negarán que han escuchado alguna que otra vez frases del tipo “ay, esa fina línea que separa el amor del odio”. No me siento capacitado para juzgar si esa afirmación es o no cierta, no me considero tan experto ni en el amor ni en el odio. Lo que sí puedo aseverar es que hay otras líneas, como la que separa el injustificado orgullo del abuso empedernido, que son lo suficientemente gruesas como para ubicarse en medio de ellas.
Hace no mucho tiempo decidí ofrecer mi desinteresada ayuda a una persona al percatarme de que realmente la necesitaba. Quizá por la costumbre, la respuesta que yo esperaba escuchar tras este ofrecimiento era algo similar a un “lo que quieras”, “sólo si te viene bien”, “no te molestes, me puedo apañar” o cualquier otra frase que subliminalmente pretenda dar a entender que acepta la ayuda aunque no la necesite tanto o, incluso, que la acepta por hacerme un favor. Pues no, reconozco que fue una más que agradable sorpresa escuchar las palabras “pues te lo agradecería mucho, me harías un gran favor”. La ayuda, obviamente, se llevó a cabo de forma completamente altruista, e incluso me supo mucho mejor porque esas palabras demostraron que realmente mi apoyo le facilitó notablemente la situación a esa persona.
No diré que si la respuesta hubiera sido alguna de las primeras detalladas hubiese retirado mi ofrecimiento, ni muchísimo menos, y de buen seguro que la ayuda ofrecida hubiera sido sobradamente agradecida, pero es posible que quien les escribe se hubiese quedado con una, posiblemente errónea, sensación de que sus esfuerzos no eran realmente tan necesarios y con la idea de que sin su colaboración la situación de esta persona no hubiera variado en demasía.
Sé sobradamente que muchas veces las primeras respuestas se dan en un afán de mostrar una justificada educación, o quizá de una vanidad latente que nos impide reconocer abiertamente que no podemos solos con una determinada circunstancia y que precisamos colaboración ajena, pero pienso que ya es hora de olvidarnos de esta curiosa forma de educación o de esta dañina prepotencia y aceptar, de una vez por todas, que en determinados momentos de la vida necesitamos la ayuda de otras personas.
Vaya por delante que, como mencioné en el título, lo que yo propongo dista mucho de un gorroneo que implique un abuso sobre nuestro prójimo. Lógicamente no nos desplacemos hasta el otro extremo, a pedir y pedir constantemente cual si de hacienda nos tratásemos. La teoría, al menos para quien redacta estas líneas, es muy clara, la ayuda se ha de pedir o de aceptar en caso de necesidad, no de simple comodidad. ¿Y dónde está la frontera entre estos dos términos? Miren, ahí sí les tengo que admitir que la línea que los separa puede llegar a ser de un grosor ínfimo, o no, depende del caso. Si se me pregunta sobre si la persona antes mentada hubiera logrado tirar para adelante sin mi ayuda la respuesta sería afirmativa. Eso sí, es más que posible que su sacrificio hubiese tenido que ser realmente colosal y quizá sus resultados se hubieran visto mermados, así que opino que esta aceptación de ayuda debe de encuadrarse en la casilla de necesidad, no de comodidad. Pero como digo, cada situación merece su atención aparte y ser estudiada de forma aislada y sin odiosas comparativas con otras circunstancias.
En cualquier caso un servidor de ustedes seguirá intentando parecerse cada día más a su propia conciencia y continuará ofreciendo su ayuda a quien considere que la necesite. Eso sí, mi ego saldrá mucho más fortalecido si se me reconoce abiertamente la utilidad de mi aportación. Si no es así, si mi ayuda se acepta a regañadientes, en lo más profundo de mis pensamientos siempre quedará la sensación de que mis actos han sido completamente prescindibles. Es lo que hay.

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